Varias noticias de las últimas semanas confirman la necesidad urgente de una profunda reforma al sistema de administración de justicia.
Una, la decisión del Consejo de Estado de abrir investigaciones contra los senadores Álvaro Uribe e Iván Duque por no haber votado algunos de los proyectos de ley en el Congreso. Es obvio que a los parlamentarios no les basta con contestar llamado a lista y después irse de las sesiones. Esa costumbre, común por cierto, es una trampa a la norma que establece la pérdida de la investidura si no se asiste injustificadamente a seis sesiones plenarias en que se voten proyectos de acto legislativo, de ley o mociones de censura. Como sanción adicional, quien pierde la investidura, es decir su condición de congresista, no podrá ser presidente o vicepresidente de la República. La demanda, pues, no es de poca monta y tiene una clarísima intencionalidad política dirigida a inhabilitar al senador más votado del país y al candidato presidencial que puntea, con distancia, en todas las encuestas. Pero ocurre que no hay parlamentarios más cumplidos en asistencia que los del Centro Democrático y que en los casos de Uribe y Duque -y de los demás parlamentarios del CD, habría que agregar- salirse de las sesiones y no votar es resultado de una decisión política y ética: no legitimar con sus votos las decisiones legislativas dirigidas a implementar el pacto con las Farc, pacto que, no sobra recordarlo porque es su fuente de ilegitimidad, fue rechazado por los ciudadanos en el plebiscito del 2 de octubre del 2016.
De manera que en este caso retirarse de las sesiones no es el acto de vagos o irresponsables congresistas que hacerle trampa a la obligación de asistir y votar, sino una posición de principios, de conciencia, frente a un conjunto de decisiones legislativas que, más allá de su apariencia de legalidad, son contrarias a la democracia, a la voluntad soberana del pueblo. Sancionar a los senadores por su postura sería no solo un acto antijurídico, porque el espíritu de la obligación de asistencia es otro, sino claramente totalitario.
Dos, la sala penal de la Corte Suprema de Justicia no solo desconoce las pruebas contra Iván Cepeda sino que, sin evidencia alguna, como es claro después de oír los audios de las interceptaciones al teléfono del expresidente Uribe, pide que se le investigue por una supuesta manipulación de testigos. La decisión tiene claro sesgo político, como se deduce de las numerosas descalificaciones que se hacen a la figura del expresidente, y, en paralelo, la manera en que se encumbra a Cepeda. Para rematar, la Corte toma la decisión en abierta violación al debido proceso porque no se le permitió a la defensa conocer el contenido de las interceptaciones y controvertirlas. Todo ello en los días previos a las elecciones parlamentarias. Las cortes están politizadas.
Tres, mientras tanto, se conoce el nombre de un tercer exmagistrado, Camilo Tarquino, que estaría vinculado al infame “cartel de la toga” y, por fin la Corte suspende a Gustavo Malo, uno de sus miembros, pero lo hace permitiéndole que siga recibiendo su millonario salario. En las Cortes la corrupción campea, donde los magistrados buenos, honestos y justos ven manchada su reputación por cuenta de los bandidos de algunos compañeros.
Cuatro, saltan por todas partes noticias de celos, vanidades y corrupción en la JEP, donde las reglas de contratación no operan y, como en todo el gobierno de Santos, hay derroche y despilfarro. Para rematar, de la JEP hace parte una antigua asesora de las Farc en Cuba y esposa de Iván Cepeda. Más allá del conflicto de interés, de nuevo se prueba la politización de esa jurisdicción.
Así las cosas, ¿cómo puede dudarse de la necesidad de una reforma a fondo del sistema de administración de justicia? No es solo indispensable sino urgente. ¿Una sola corte como propone Iván Duque? En la inmensa mayoría de países solo hay una. ¿Sería eso suficiente para resolver los problemas que se han señalado? No, sin duda. En cualquier caso, el debate está abierto y debe darse.