Por Rafael Nieto Loaiza
La verdad es que en materia de política de paz, seguridad y lucha contra el narcotráfico este gobierno no ha hecho ningún cambio estratégico en relación con lo que recibió de Santos.
Hizo un tímido intento de modificar algunos aspectos de la JEP, pero se opuso al referendo propuesto por el presidente Uribe que buscaba derogar o modificar sustancialmente esa jurisdicción, manteniendo los beneficios penales para la guerrillerada de base y dando garantías judiciales a los miembros de la Fuerza Pública. Y dio más libertad a las Fuerzas Militares, enredadas en múltiples ataduras y frenos operacionales heredados del anterior gobierno, pero poco más. Lo sustantivo sigue intacto.
Diego Molano, el nuevo ministro de Defensa, serio, juicioso, honesto y con carácter, tiene una oportunidad de oro para hacer los cambios estratégicos que el país necesita en seguridad y lucha contra el narcotráfico. Me atrevo acá a señalar los dos más importantes:
El primero está en romper la inercia que ha llevado a que el país se haya acostumbrado, otra vez, a convivir con el narcotráfico. Hay que recuperar la voluntad de vencerlo, de derrotarlo sin contemplaciones. Además de todos los daños que ocasiona en materia de medio ambiente, salud, economía y ética pública, es la causa más importante de la violencia que azota el país en el campo, por los grupos armados ilegales, y en las ciudades, por los grupos de microtraficantes. En el 2013, antes de la firma en el 14 del componente de narcotráfico del pacto con las Farc, había 48.000 hectáreas de coca y se producían 290 toneladas de cocaína. En el 2019 había 154.000 hectáreas, tres veces más, y se produjo casi cuatro veces más cocaína, 1.137 toneladas. Las cifras del año pasado están pendientes pero, lo confieso, no creo en la veracidad de las 130 mil hectáreas de erradicación manual anunciadas por el Gobierno.
Hay que volver, sin más dilaciones, a la fumigación aérea con glifosato, mucho más efectiva y barata y menos costosa en vidas e integridad física. Hay que eliminar las transferencias monetarias directas a los narcocultivadores, que explican en buena parte el crecimiento de los cultivos y son un estímulo perverso para que el campesino que siempre ha respetado la ley se pase a la coca. Hay que desarrollar proyectos productivos integrales que no distingan entre el campesino que siembra lícito y el narcocultivador. Hay que desarrollar una estrategia que pase del control militar de área a la presencia institucional integral en el territorio. Y hay que atacar, con creatividad y nuevas herramientas, el corazón del negocio: las finanzas.
Diseñar y poner en marcha una estrategia específica contra el homicidio es la segunda tarea. Las muertes violentas son una tragedia, un problema de salud pública y tienen un costo económico gigantesco. Esa política tiene que considerar las diferencias de la violencia homicida entre hombres y mujeres, centrarse en la vulnerabilidad de los más jóvenes y hacerse de manera georrefenciada. Las cifras del año pasado, aún no consolidadas, no deben ser el objeto del análisis porque no son comparables: están distorsionadas por el confinamiento ordenado para frenar el Covid. Las del 2019 muestran que hubo 11.880 homicidios, 250 menos que en el 18, pero más que en el 2015, antes de que se firmara el pacto con las Farc. La tasa de homicidios, 24,1 por cien mil habitantes, es casi cuatro veces mayor que el promedio mundial. Los datos muestran que la violencia homicida no es homogénea y que hay departamentos que se comportan casi como los europeos, como Boyacá, y otros con cifras espantosas, como el Valle del Cauca, y que hay municipios sin asesinatos en el año y en cambio hay otros que quintuplican el promedio nacional. Los homicidios se concentran en los municipios y regiones con narcotráfico y minería ilegal y presencia de grupos armados ilegales. La estrategia, por tanto, tiene que construirse sobre la realidad específica local. Y debe concentrarse en los hombres, 92% de las víctimas, y los jóvenes hasta 29 años, el 49% de los asesinados.