Carlos Alberto Agudelo Arcila
Está aquí. Está allá. Por minutos descansa sobre el azul del mar-evita el extenso incoloro- dirige su mirada hacia los horizontes, pronto hunde sus ojos en fluidos al otro lado del océano, en lo profundo de la lejanía indescifrable. De un momento a otro hala el azul hasta el firmamento cubierto de gris.
Según creencias respecto a “Ellos” se localizan en diversos sitios. Aman con intensidad y odian sin descanso alguno. Son Indiferentes ante el calor intenso o el frío insoportable. Ignorantes y sabios a la vez. Son los excluidos de la muerte. Inmortales como las hidras capaces de regenerar su cuerpo a través de sus genes saltarines. Por momentos no se localizan en ninguna parte. Quizá se evaporan como visiones entre las paredes. La humanidad completa los escudriña. “Ellos” acechan. Huele a un elemento imposible de saber su origen.
Permanece silencioso cuando irrumpe mundos disimiles. Penetra nieblas y torbellinos y centellas y canículas e inviernos sin recriminar el tiempo de los tiempos. En ocasiones sonríe para sí mismo o desgarra voces contra nadie. Ninguno está más allá o más acá, cada uno hace parte de un centro y de una periferia a la vez, según su conocimiento de vida y muerte porque él vive con intensidad y a veces muere como si todo fuese una lógica irremediable de su peregrinaje. Muere y renace y muere y espera volver a nacer para cumplir su ciclo final, el que lo conducirá a lo etéreo, al vacío real de cuanto se es.
Pasos. Pasos y pasos. Caminos inexplorados. El acontecer es vertiginoso y despedaza el devenir hasta convertirlo en objeto inexplicable, en remembranza de luz cuando lanzó sus últimos resplandores frente al mundo de la ceguera.
Va en busca de un diminuto agujero oculto en el abismo interminable. Trata de hallar el todo profundo desde la nada superficial. Es un buscador de folios especiales, de enigmas paralelos con la verdad perdida en un pajar…
De repente la gota pronuncia uno de los verdes, ciento diez y nueve verdes se adentran en la hojarasca para luego salir heridos y trasbocar savia hasta quedar secos bajo sombras de pasos que crepitan la tarde.
Escribe la palabra lista a nombrar la boca y el juego del cíclope cortaziano, la piedra recién nacida, la bolsa nerudiana que engendra pájaros, el péndulo cuando oscila las horas perdidas. Escribe la palabra capaz de levantarse de su propia quimera. Escribe la invocación de la lluvia sobre el desierto y el verbo eres de cada día, el pan jamás puesto en la mesa, antes de la noche de los espantapájaros.
Cientos de besos saltan en el tocador para segundos más tarde morir ahogados por el aire insípido venido desde el ventanal abierto a la algarabía de los amanecidos en la cueva donde se sirve boca a boca “el néctar regurgitado” del murciélago.
Surge del fondo de la seda, mira hacia los ángulos del espacio, escudriña la resma de papel junto a la máquina de escribir. De improviso salta hasta el escritorio, observa de fijo el aparato donde se enrolla una hoja en blanco, el artefacto empieza a moverse de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, las palabras, poco a poco, llenan páginas en blanco, pasan las horas, se acaba la resma de papel, al examinar las voluminosas cuartillas es imposible comprender lo escrito, solo en la última frase se lee: La inspiración no existe.
Pronunció veintiséis palabras con el compromiso de no ser articuladas nunca más. Veintiséis palabras en ningún tiempo dichas en su idioma. Aún se busca su significado, su lenguaje explícito, su contenido simbólico. Son vocablos aún en blanco…