Carlos Alberto Agudelo Arcila
I
EL primer humano sobre la tierra regurgitó el grito del tiempo por llegar. Tiempo de gritos ante la mirada atónita del hombre ante sí mismo. Gritos para descifrar el transcurrir del desamparado. Pronto el devenir se volvió mirada expectante de sombras y pasos sin rumbo. Los días empezaron a beberse con aguasola. Un sinnúmero de años forjaron a su manera la supervivencia. Gritos de diversos matices colorearon el mundo. Gritos del verde y del rojo y del… Gritos polvorientos. Gritos incoloros desde la sustancia de nada. El hombre y la mujer se hicieron a imagen y semejanza del deseo. La sangre aquella (¿…?) empezó a gestionar la palabra. Circuló por las arterias el pensamiento rudimentario y los primeros humanoides dijeron al unísono sí y no.: No para esto y sí para esto. Así empezó la duda y se creó a Dios. Pusieron en tela de juicio la hipótesis metafísica. Conjetura convertida en principal juego cavernícola hasta llegar a sus límites. Se originó la ira y la risa. La ira causó la primera muerte de un humano sobre la tierra poblada de tres de ellos. La risa fue el primer tranquilizante y también el primer escozor de odio porque ninguno deseaba ver al otro feliz y apareció la envidia… De aquí se engendró la causa y el efecto. El hombre poco a poco evolucionó en sujeto ambiguo e incomprensible. Lo incierto en su naturaleza prevaleció. Transformó el instante en tiempo material al grado de estos perder su esencia pura.
II
No Dios lo cristaliza con placer mis sentidos. En condición paralela Dios reclama para sí un espacio entre la circulación de mi sangre y en cada paso dado en mi diario vivir. Indefinible existencia ejerzo. Felicidad y angustia en un mismo haz no importa de qué. Todo y nada hacia un mismo sumidero. Mi vivir sigue con Dios y sin Dios. Absurdo fragmentado en realidades: Realidad absurda. En el espejo de los fantasmas detengo la mano derecha del todopoderoso como también glorifico la mano izquierda de Dios.
III
El último hombre vivo en la tierra guardará silencio. Silencio para nadie. Silencio ante la piedra mientras el pedregal será emisión de la palabra lista a escribir sobre aguas transparentes la exactitud de cuanto no logramos ser.
IV
Retórica hoy. Hoy en la extensión de los desalmados la grandilocuencia de la herida. La herida viene y va hasta emerger un río de sangre. Río de tu sangre y de mi sangre. Sangre de tu sangre el mar. Mar en astillas de velero perdido. Sangre de mi sangre el rocío. Rocío en el andar crepitante del hombre invisible.
V
Gritos desde el abismo azul aterrorizan a Ulises. Penélope grita y su entorno se desteje. Las olas llevan y traen la palabra siempre inconclusa. Inconclusa hasta el borde del blanco más blanco. Blanco para pintar el ojo de la aguja y la aguja y el camello y al hombre rico. Días y noches andariegas se estacionan en la más blanda gota del oleaje. Las sirenas dan contra la cera en el oído y nadie escucha sus cantos. Del mástil más alto pende un mutismo descomunal. Ocho mil millones de hombres y mujeres menos uno(a) llegan a la esquina convenida para empezar el viaje sin regreso nadie pronuncia palabra caminan cabizbajos… Quien escribe estas líneas preparó el desplazamiento. Una lluvia suave más 14 goteras caídas del tejado forman un pozo de agua diáfana para darle de beber una pequeña porción a cada habitante del planeta tierra-menos uno- durante el trascurso del libro Martes de nunca llegar. Alguien tose a la orilla del fin…
*Capítulo de la novela surrealista Martes de nunca llegar.