Crucial realidad sin retorno…

10 junio 2024 1:05 am

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Carlos Alberto Agudelo Arcila

Desde ya debo afrontar una crucial realidad sin retorno: EL infarto… 

Luego del infarto que sufrí el 24 de mayo pasado, me enfrento a una nueva existencia. Mi diario vivir dio un viraje extremo. Asimilo la realidad de cómo mi vida se disipa con rapidez. El devenir cambia en un instante, el segundo siguiente es incierto, un giro drástico me conduce por un trayecto inédito. Esta difícil situación de salud llega a la par con el estupor. 

Un suceso de tal magnitud nos enrostra las posturas indiferentes hacia la vida misma, la arrogancia estúpida vivida a través de intelectualismos absorbentes, el afán frívolo de adquirir prestancia en una sociedad deshumanizada, el espejismo de poseer bienes materiales hasta volvernos impasibles frente a la alegría de vivir un amanecer, de apreciar el ladrido en la entrada de la tarde, de saborear la fruta en la estancia del día a día, de disfrutar la lluvia sin sombrilla en mano… 

Afronto esta verdad concluyente con resiliencia, con estoicismo, con pensamiento humilde, alejado de pretensión alguna, con el propósito de dejarme abrazar por aires de felicidad del entorno, de no permitir permearme por retóricas absurdas como el de sentirse importante porque nos creemos inteligentes o porque nuestros bienes económicos nos coloca en campo floreciente entretanto nuestra vida interior es un desierto, mientras la existencia misma deshila su humor negro de lanzarnos su golpe mortífero de la enfermedad hasta dejarnos sin poder levantar la mirada al milagro de estar vivos.             

No es demagogia decir: Permanezco en la línea débil entre la vida y la muerte. O expresar, de forma pictórica, estoy frente al verde de la esperanza y el negro absoluto de la no vida. Sí, ahora como paciente soy un equilibrista en una cuerda invisible sobre un abismo sin fondo. La coherencia cardiaca de un momento a otro se puede alterar, el ritmo perfecto del latir del corazón es incierto, no inmejorable como lo creía antes de este acontecer inesperado. No obstante, soy optimista y le doy rienda suelta a mi júbilo de haber nacido, celebro la jornada con palabras de entusiasmo, le inflijo eco sin fin a mis palabras cuando dicen gracias tiempo por dejarme sentir una y otra vez el palpitar del mundo.

En la UCI 

En el pasado escuchaba decir ‘pocas personas salen vivas de la UCI…’ Cuando en el Hospital Departamental Centenario de Sevilla Valle, me informaron respecto a mi urgente remisión a la UCI del Hospital Tomás Uribe Uribe de Tuluá (V) quedé aturdido, me pareció una frase implacable lanzada hacia cualquier otra persona menos contra mí. En esos momentos no podía razonar cuanto iba a sucederme de aquí en adelante, el estar en el sitio más precario de un centro de salud, todo se derrumbó en mis entrañas, de inmediato pensé en la muerte, esta no me asusta si fuera un suceso solo para mí, en los seres queridos, en si algo fatal me sucediera fraguaría una herida en quienes me quieren porque estos sentimientos arraigados en nuestra sociedad sentimental, religiosa fueron desarrollados desde tiempos inmemoriales por la tradición judeocristiana. En verdad, es genético el dolor causado por este tipo de ausencia eterna.   

¿Qué mirar hacia los costados, al frente de estos cubículos de vidrio donde como enfermos nos encontramos indefensos, a merced de médicos y enfermeras y hasta de personas encargadas de la máxima limpieza para protegernos de bacterias letales? La respuesta es el dolor ajeno: cierta paciente con una pierna amputada y con gangrena quien a las dos y media de una madrugada muere, a dos señores en estado de coma, a un paciente abandonado por su familia, amarrado de pies y manos como medida protección hacia él mismo, a un enfermo con su mirada vacía y en completo mutismo para luego empezar a clamar no sé qué, y yo, el otro atormentado, sumido en un silencio equivalente a perplejidad.    

Un pasillo, una ciudad en miniatura

A través del ventanal de cristal observo el ir y venir de enfermeras, médicos, a las 7 a.m. y 7 p.m. quienes sostienen diálogos con lenguaje extraño para un hombre sin formación en medicina, en no saber la división entre la vida y la muerte, en observar y sentir el respirar de manera mecánica, de gritos de desespero, de dolor y angustia de otros pacientes en torno mío, de miradas agotadas hacia un punto imposible de detectar, de cuerpos fragmentados por el desespero de no poderse valer por su propia cuenta.

Miro el trajín de estos profesionales de la salud en el pasillo adyacente a nuestros cubículos como si fueran habitantes de una ciudad en miniatura, conversan con un bagaje de medicina sorprendente, corren de norte a sur, de sur a norte, debaten el sí de la vida, el no de la muerte, son jóvenes, me sorprendo, siento admiración por su integridad humanística y ética al hablarle al enfermo.       

Al regresar a casa y ver de nuevo las calles y rostros de mis seres queridos me digo: La vida es única, de aquí en adelante quiero dar pasos al pie de mi propia sombra.

Escribo esta nota con el fin de retroalimentar mi conciencia de vida, de dejarme influir por el amor existencial. 

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