A mi hijo Aldemar, enamorado del mar
"Málaga para mí ha sido el anticipo del paraíso que no voy a tener. He venido a Málaga a decirle adiós a la vida» (Antonio Gala)
Una playa larga y tranquila, de arena limpia y escurridiza; sus senderos paralelos se convierten en pistas de ciclistas y patinadores; los turistas deambulan mientras articulan lenguas indoeuropeas; los niños, con su pasar rápido dejan estelas en la losa brillante y los ancianos con su desplazamiento pausado parecen cangrejos en busca de la mar.
Conjuntos de sombrillas de paja organizados en filas e hileras paralelas parecen compañías de soldados que cuidan las aguas del Mediterráneo; detrás de ellas, esos barcos reducidos multicolores en donde los chavales se divierten cual gimnastas de circos populares.
Las palmas adorantes sirven de percha a algunas aves exhibicionistas pasajeras y sus penachos ofrecen espacios donde fabrican sus nidos los loros escandalosos. Las gaviotas compiten por el espacio aéreo con las palomas, pero aquéllas emprenden veloz viaje a la pradera argentada y amarizan sobre las olas, en donde se organiza el juego del vaivén y el encuentro de la especie; a lo lejos se ven como manchas blancas que se desplazan sobre la superficie lentamente, mientras el sol poniente les da ese brillo característico, cual preciosa pedrería exhibida en un tapiz acuoso para los compradores.
Cerca a mí, los chiringuitos, hoy más tranquilos, dan paso a visitantes que degustan las viandas malagueñas y sus fogones artesanales dejan escapar largos caminos de humo, cual melenas grises que emprenden veloz viaje al cielo.
Empieza a oscurecer y la luna regordeta deja ver su cara plomiza, rodeada de bandas horizontales multicolores, siempre equidistantes del nivel superior del mar. En esta Malagueta, el protagonista es el mar, inmenso, plateado, cadencioso, cargado de historia, fantasía y tristeza; cuando miro al horizonte y veo una figura puntiaguda que crece a medida que transcurre el tiempo, pienso que son naves fenicias o romanas que regresan a reconstruir lo que ha destrozado el desarrollo; pero, cuando mi retina enfoca cuerpos oscuros y pequeños, la mente no hace otra cosa que rememorar inmigrantes que desaparecen igual que sus sueños.
A mi lado izquierdo, pueblos blancos que se miran en el agua, haciendo camino de honor a la huella que deja la linterna de la luna; y a mi derecha, el puerto, repleto de embarcaciones, grúas e inmensos cruceros de gran calado; son ciudades que flotan y se desplazan, mientras sus pasajeros agitan las manos a través de las ventanas, dibujando una triste despedida que se acompaña con el lamento producido por la bocina de la nave viajera.
Dos loros discuten en una rama, un par de palomas se enamoran y una pareja de jóvenes ensaya los pasos clásicos del tango de Gardel, mientras sus pies se salpican de agua salada otoñal.
Cierro los ojos y la película del recuerdo llena mi espíritu de nostalgia ante la distancia de mi querencia, esa Colombia que fabrica atardeceres y sueña con amaneceres placenteros, repletos de paz y esperanza; esa tierra donde el realismo mágico es común y cotidiano, donde el futuro se cose con retazos de todos y el pasado se tiñó de un rojo que sirvió de abono para sembrar ilusiones en el corazón de todos; un país con nombre de mujer que embelesa a propios y extraños por ese paisaje maravilloso que abunda en ella, pero, por encima de todo, por la calidad humana de sus habitantes, siempre imaginativos, amantes de la vida y constructores de sueños que deambulan por sus caminos ondulados y vuelan por su cielo radiante.
En Málaga dejé mi rastro y en Colombia viven mis esperanzas.