“Como el mar espera al río, así espero tu regreso a la tierra del olvido”. (Carlos Vives, Iván Benavides)
La tierra del olvido no es solo la Sierra Nevada de Santa y sus habitantes, los arhuacos (o ikas), los wiwas, los kogis y los kankuamos; corresponde, también, a aquellos lugares a donde no llega el Estado o si lo hace, su presencia es efímera y mediática, siempre con fines electoreros.
En esta ocasión, el olvido es el denominador común en la península de la Guajira y, muy especialmente, en los 159 kilómetros que separan a Riohacha del Cabo de la Vela (nombre nativo: jepirra), ese lugar sagrado que es destino final de las almas de los Wayuùs y bautizado por Alonso de Ojeda en 1499, cuando creyó ver a lo lejos la blancura de una vela.
Desfilan a través de la ventana del auto, Manaure, Uribia, El Pájaro-Musichi, la intersección de Cuatro Vías y el desierto de la Auyama antes del caserío El Cabo; intercalados y a la vera de la trocha, abundan avisos sencillos que anuncian el camino a las rancherías como Jamuchenchon o a las comunidades que pueblan el desierto, entre las cuales cabe mencionar unas pocas, pues su lista es abundante: Kamasuchiwou, Alapalch, Atapu, Campomana, Ahulalia, Villa Esperanza, Alatuato, Auravia, Berlín, Cauracira, Damasco, Iguana, Majalí, Pájara, Isalamana, Aluvotorio, Apamana, Arraipa, Calvario, Casimba, Guana, etc.
Al mirar el paisaje, uno cae en la cuenta de que quienes habitan esas planicies desérticas viven en condiciones infrahumanas, brillando por su ausencia el agua, líquido indispensable para cualquier ser vivo; hay que comprarla a cualquier precio en los carros cisternas o carrotanques, o en su defecto, a los reducidores que la expenden en pequeños recipientes de plástico. Causa gran dolor ver los "peajes" que simulan los niños para mendigar agua, gaseosa, galletas o una moneda.
Estiran sus delgados brazos y abren sus manecitas para implorar una ayuda que no llega; sus escuálidos cuerpos presagian un futuro incierto, mientras el viento y la polvareda golpean sus rostros; a su alrededor, los perros esqueléticos se desplazan cabizbajos sin deseo de exponer su cara al sol canicular, y esconden sus colas lamidas entre las patas para expresar un miedo permanente.
Como dice una líder comunitaria "el gobierno no conoce la Guajira, no ha recorrido sus campos; vienen con cámaras y micrófonos, se hacen tomar fotos, hacen promesas y desaparecen". Los escasos pozos que se han construido son insuficientes para la sed de los niños wayuu; salieron por televisión, hubo discursos, almuerzo para los doctores de Bogotá, danzas, aplausos y agradecimientos en "wayunay". Pero, nadie volvió; las otras rancherías se mueren lentamente y ni la lluvia aparece para remojar la nostalgia wayuu.
Dónde está el dinero, cuya destinación era la alimentación de los escolares? Qué han hecho con las regalías que le corresponden a la Guajira? La respuesta es fácil: los bolsillos de los corruptos están repletos; es un homicidio ante los ojos de cualquier guajiro; lo más grave es que muchos nativos están comprometidos en este delito de lesa humanidad; es construir la tumba para los hermanos que no han nacido.
Pero, los politiqueros, en esta época preelectoral, ya pegaron sus carteles y pendones con los cuales invitan a votar a la comunidad wayuu por los candidatos al Senado y a la Cámara; los hacen a varias tintas y en dos lenguas; en uno de ellos se lee: "Por una Guajira mejor". Desgraciadamente, al ver los slogans y logotipos uno cae en la cuenta de que son los mismos con las mismas. Nada cambiará.
Adenda: no todo es malo en la guajira; los chivos corren por todas partes, muestran su alegría, dejan entrever gran adaptación y son dignos de respeto en esos lares. La basura es considerada como algo sagrado, nadie la recoge; sirve de adorno a las trochas y caminos.