Cuando mis hijos mayores salían de casa en busca de amigos para jugar a los carritos, como cosa extraña, o natural, buscaban espacios que no nos pertenecían, ya por la inclinación del terreno o la finura de la zona verde; preferían el antejardín de una señora de baja estatura, cabello corto y tez pálida; allí tuvieron que acostumbrarse a la expresión "váyasen (sic) para el pedacito de ustedes". Parece que la dama en mención manejaba bien los conceptos: propiedad privada, límites de la propiedad y autoridad.
Tuvieron que aprender a jugar en un espacio estrecho, forrado de baldosas y sin inclinación para construir puentes, pero nunca entendieron por qué no podían disfrutar de un área por el solo hecho de estar ubicada frente a otra casa distinta a la "propia". No era el momento apropiado ni me sentía capaz de explicarles el significado de "el derecho de la propiedad privada y los límites o delimitaciones de las misma". Mi frase de cajón era: "No molesten allá".
Cuarenta años después, recostados en una baranda, frente a las cataratas del Niágara y con los pies puestos sobre "el pedacito de los Estados Unidos", mirábamos la majestuosidad de la caída del agua y el correr de la misma por el lecho del río Niágara; nuestra conversación versaba sobre los límites imaginarios entre los dos países; nos parecía imposible que las gaviotas pertenecieran a un lado u otro o se mostrasen irrespetuosas al traspasar, sin permiso, los límites acordados entre dos Estados del Norte; no entendíamos si el capricho de las demarcaciones geográficas permitía ser propietario de masas de agua dinámicas o si los peces que serpenteaban por la corriente se diferenciaban por el color, la forma de las escamas o el tamaño del copete.
Después de la discusión concluimos que los límites son arbitrarios y las fronteras nos impiden el derecho a la libre movilización; que los muros construidos a lo largo de las líneas divisorias se constituyen en verdaderos desafíos de poder, promueven el aislamiento, la xenofobia y el desconocimiento de la diversidad.
Peor cuando se impide la llegada de personas en razón de su color de piel, su procedencia o su credo religioso o cuando se cataloga a los inmigrantes como traficantes, criminales, terroristas, pandilleros y violadores, la cosa se pone maluca y dan ganas de salir corriendo.
Esa división física o simbólica que separa dos naciones o territorios está impregnada de poder, de desconocimiento y discriminación; estimula el odio y cercena la dinámica poblacional; más aún, al estar ligada a una concepción política y administrativa, no hace otra cosa que suscitar peligrosos nacionalismos que son explotados durante los períodos electorales.
¿Y qué decir del concepto territorial que define el espacio de intercambio entre dos naciones? Allí donde llega el fin de los límites, es decir, en las fronteras, parece que naciesen identidades híbridas, en cuyos vasos circula solo sangre venosa a la espera del componente vital por excelencia, el oxígeno, proveniente del lado que más "bombea", terrenos en donde la soberanía se impone a la fuerza y cuyos caminos son recorridos por quienes compran sus derechos, en donde surgen nuevas ocupaciones disfrazadas de legalidad y en donde mueren sueños y esperanzas constantemente. Como su ámbito es político, en las fronteras se exhiben armas, se muestran dientes salvajes, se cohíbe el paso selectivamente y se mata a discreción.
Al mencionar la frontera Colombia-Venezuela, ésta engloba todos los problemas económicos, sociales y políticos posibles en una región de esta naturaleza; el dolor fluye hacia ambos lados, el éxodo, hacia el Occidente, pero la mayor desgracia es que se ha convertido en un sofisma de distracción para don Nicolás. No sé qué le pasa hoy, pues ha afirmado que él es responsable de la debacle de su país y que el modelo económico es todo un fracaso. Habrá que esperar hasta que hable con su pajarito difunto.
Reciban un aplauso sincero todos aquellos colombianos que les han tendido la mano a los venezolanos que cruzaron la frontera en búsqueda de un nuevo amanecer sin esperar de ellos la venta de su libertad o la entrega de su dignidad. Como decía mi abuela: "Que tu mano izquierda no se entere de lo que hace la derecha".
ADENDA:
Como está de moda la renuncia, hago alusión a la frase de un amigo cuando estaba un poco embriagado, al referirse a un político que era cercano a su corazón: "Que renuncie y que no le acepten la renuncia". Insisto en que mi amigo estaba muy embriagado.