Aldemar Giraldo Hoyos
La industria cinematográfica, al igual que otras del entretenimiento, ha sido golpeada fuertemente por la pandemia; muchos proyectos se pospusieron, otros se archivaron y algunos recibieron entierro de tercera; las estrellas vieron cómo se disminuían sus ingresos y oportunidades, mientras los demás trabajadores dependientes del celuloide y las cámaras recibieron un golpe definitivo al sufrir la desaparición de sus trabajos. Pienso en todos aquellos ratones de sala, desde los acomodadores, taquilleros, vendedores de golosinas, operarios, aseadores, intermediarios, inversionistas, productores, guionistas, músicos, dobles, tramoyistas, bailarines, actores, realizadores, ingenieros de sonido, ambientadores, fotógrafos, ilustradores cineastas, etc., etc. Su vida cambió, repentinamente y los cinéfilos tuvieron que darse al dolor y esperar nuevas historias, enredos y ficciones.
El mes de junio ha sido la resurrección del tercer arte, el cual no se resigna a ser reemplazado por sagas o interminables series de marca Netflix, sin embargo, será difícil recuperar ese segmento de mercado ocupado por megaempresas del entretenimiento, aunque sus productos se parezcan tanto a los novelones de Corín Tellado. Cualquier comentario sobre una película debe partir de un principio: la industria cinematográfica es de alto riesgo; la inversión es grande y, además, de cada diez películas que salen al mercado, solo una tiene éxito o verdadera aceptación del público; las otras cargarán con grandes pasivos y críticas malolientes de quienes viven del esfuerzo de los demás y tienen carné de cultos, comentaristas, articulistas, censores, fiscales o juzgadores. Cuando oigo o a alguien que sienta cátedra sobre cine me provoca hacer un hueco para esconderme, pues me siento como una hormiga debajo de una tabla; igualmente, cuando llegan a mis manos revistas que contienen crítica de cine, mi cuerpo se reduce a la mínima expresión al reconocer la ignorancia que me circunda cuando trato de deletrear la jerigonza de esos sabios.
Desde mediados de junio, Fernando Trueba y su hermano, nos han entregado la adaptación de la novela biográfica “El olvido que seremos” del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince, rodada en nuestra tierra y con participación de talento colombiano. El director nos muestra la lucha de un profesional, preocupado por la justicia social y los derechos humanos, en un medio hostil y señalador. En un hogar, signado por la tolerancia y el respeto de las diferencias, el médico fortalece el afecto, la unión y el reconocimiento.
Su hijo, apegado y amoroso y, en muchas ocasiones, preferido por su progenitor, formula preguntas y hace comentarios que se convierten en la médula del argumento entretenido.
Es fácil deducir que el autor de la novela quiere mostrar el suplicio que vive un hombre probo y defensor de los derechos humanos en un país violento en donde proliferan grupos de ultraderecha y paramilitares. La historia no permite saber quién asesinó al protagonista, tildado, unas veces, de conservador y, otras, de comunista, de acuerdo con el origen del señalamiento. Ya sabemos que un jefe paramilitar calló su boca. Este es el fin de cualquier colombiano que no esté de acuerdo con el establecimiento o que piense que hay otra forma de buscar la justicia social.
Me imagino que para muchos, Héctor Abad Gómez era un loco, pues defendía el valor de las vacunas y de las políticas de salud en un contexto eminentemente social.