Cinema Paradiso

18 agosto 2021 12:28 am
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Por: Antony García

Cae el sol de media tarde. Las flores miran el azul del cielo. Lentas nubes viajan hacia ningún lugar. La gente duerme su siesta. Mi casa natal, pequeña y escondida en un barrio de pueblo, rezumada en el anonimato, está construida al final de la calle, frente a un alto y frondoso árbol de guayaba. El perfume de la guayaba es el incienso de mi memoria.

A borbotones, desde muy lejos en el tiempo y el espacio, brota la conmovedora música compuesta por Ennio Morricone para Cinema Paradiso. Toca mi puerta la infancia, ese lugar que todos habitaron y del que todos partieron. Mira hacia atrás, ¿en dónde quedó tu juguete favorito, el rostro joven de tu madre, el ritual del juego? ¿En dónde habita tu asombro? Algo se ha descolocado. Algo se ha hundido para siempre en las aguas del río Leteo. Un lugar en el que comimos fruta directo de los árboles, donde jugamos a la rayuela, las escondidas y el botatarro. ¿Cuánto de eso queda? Cuando el ajetreo del mundo amengüe su incesante movimiento, cuando la vida te de una pequeña tregua, deja que la marea baje y observa cómo en el fondo del agua se dibuja una versión de ti menos triste, sin el germen de las apariencias, de la moda, de las ideologías, sin la pretensión de poseer una verdad absoluta. Una niña o un niño con tu misma nariz y boca, con tus orejas, con tu boca, con tus ojos… los mismos que ahora leen estas palabras.

Cinema Paradiso (1988), film dirigido por Guizzepe Tornatore, es el saco de lana que se desteje, la lluvia cayendo en sentido contrario, las manecillas del reloj girando hacia la izquierda. Se trata de la reconstrucción de la vida de un hombre, su infancia, la amistad, la gente que lo vio crecer, el amor joven, el olvido y el retorno.

La película empieza con un primer plano de una maceta sin flores, contrastada por el intenso resplandor del océano de Giancaldo, Sicilia. La escena tiene el aura de las cosas que habitan en el recuerdo. El viento hace ondular una cortina blanca que entra y sale del campo de visión del espectador. Lentamente el plano se abre. Revela una ventana amplia, de cuerpo completo y luego, una mesa. En ella reposa, blandamente, a contraluz, una bandeja con limones frescos.

Totó, personaje principal, es un pequeño niño que ama la magia del cine. El proyector de Paradiso, operado por Alfredo (un hombre de mediana edad), es la ventana a lo distinto; un estado de excepción que rescata a los habitantes de Giancaldo de la cotidianidad, el tedio, la difícil tarea de ser siempre la misma persona. Alfredo y Totó, a fuerza de la insistencia del pequeño niño, se convierten en amigos.

La amistad, una de las interacciones más importantes en la sociedad de los seres humanos, se ha ido desgajando línea a línea hasta quedar vacía de actantes. Las dinámicas actuales que movilizan este tipo de relaciones, en el mayor de los casos, se efectúa a través de un espejo negro, narciso infinito, donde solo vemos el reflejo distorsionado de nosotros mismos. El teléfono móvil ha sustituido la mirada cómplice, la carcajada, el guiño de ojo, el silencio. En Cinema Paradiso, la amistad entre Alfredo y Totó conmueve porque pertenece a una época donde las formas de relacionarse con los demás no se reducían al simple y llano utilitarismo. En el Film de Tornatore los personajes principales están unidos por algo mucho más grande que sus vidas: el cine.

Recuerdo la primera vez que visité una sala de cine. Fui con mis padres. Era un teatro muy parecido al de Giancaldo, ubicado en la plaza central del pueblo en donde crecí. Tenía, creo saberlo, siete años. Se escuchaban murmullos, el rechinar de las sillas, el crujido del maíz en la boca de los espectadores, la voz del acomodador, el ronroneo, en algún lugar alto, del proyector. La luz ambarina, salida de un agujero en la pared, escondía en su interior imagen y movimiento. Los cuerpos de mis padres reían, suspiraban, se asustaban y callaban según la índole de la trama. Yo los miraba desde abajo, en silencio, y me daba cuenta que esos cuerpos eran distintos a los que había visto repetidas veces dormir, comer, caminar por la calle, trabajar. Mis padres eran distintos. El cine era la renuncia voluntaria de su realidad inmediata. Para ellos esas visitas consistían en un estado de excepción total. En sus miradas habitaban todos los sueños del mundo.

Muchos siguen durmiendo la siesta. Algunos se han despertado y tratan de recordar lo que soñaron. Desde el jardín me llega el perfume de las guayabas caídas. Tú, a fuerza de costumbre, después de leer esta reseña, comienzas a reconstruirte. Retornas a tu vida conyugal, abres las ventanas, conectas el teléfono, enlistas todas las ocupaciones restantes del día, vistes tu cuerpo y tomas una taza de té negro. Con gestos lentos tratas de recordar la infancia. No encuentras mucho. Acaso un juguete desgajado, un par de guantes, la risa de tu madre. Te das cuenta que de niño odiabas el sabor del té. Miras tus manos con una mueca triste. Descubres lo mucho que han envejecido.

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