Por: Antony García
Viajo en autobús. Ha empezado a llover. Observo en secuencia, a través de la ventanilla, el espectáculo de la ciudad: trajes para la lluvia, botas de plástico, sombrillas. Un show colorido y absurdo, una comedia en la que los protagonistas hacen todo lo posible por mantener completamente secos sus bienes materiales. He cerrado la ventanilla porque la lluvia cae sobre la libreta en donde tomo nota del espectáculo. El ruido del autobús se hace más fuerte y yo, en medio de una época plagada por la desigualdad y el dolor, solo puedo pensar en que no tengo paraguas.
“¡El origen de todas las cosas!” -exclama Tales de Mileto-. Me llegan marchitas y empobrecidas sus palabras a causa del ruido de tantas otras voces que han enunciado el origen del universo. He bajado del autobús y estoy esperando en un recoveco de la calle que amaine el aguacero. El filósofo griego tenía mucho de razón al decir que el agua es la savia de todo lo existente. La comunión de los seres vivos con ella es misteriosa. ¿Qué es la muerte sino la deshidratación del cuerpo? El hombre ha ingeniado sistemas para poder estar cerca del agua, desde los rudimentarios canales que la direccionaban en Roma, Egipto y Grecia, hasta los sofisticados sistemas de acueducto de las metrópolis. Algunos animales como lo son las tortugas del desierto han adaptado su anatomía para poder almacenar mucha agua durante largos periodos. Sucede lo mismo con las ranas de espuelas y algunos marsupiales. Todos ellos logran vivir muchos años sin beber una gota de agua.
El humano, lóbrego mamífero que se peina, no sobrevive más de una semana sin el líquido sagrado. Esto se explica desde varias perspectivas. Una de ellas, la más objetiva, es la que señala que el 70% de la composición de su cuerpo esta hecho de agua. Esta condición lo obliga a estar en su constante búsqueda. Otra, menos científica, indica que somos fruto de la sinergia entre agua y tierra. Lo vemos reflejado en la etimología de la palabra humano, proveniente del vocablo en latín humanus, que a su vez se compone por humus (tierra) y el sufijo anus (lugar de procedencia). Provenimos de las entrañas de este suelo que pisamos. Somos el resultado de la descomposición de materia animal y vegetal en comunión con la humedad. Flores caídas, hierba, fruta, insectos, pequeños gatos monteses, un colibrí, un gran elefante, todo esto habita en nuestras células, todo esto, en comunión con el agua, la luz y la tierra, generó nuestro lenguaje, nuestra risa, nuestros silencios.
Por este motivo muchas comunidades originarias se refieren a la tierra como madre. En ella fue gestado el primer hombre y a ella regresan, ineludiblemente, todos sus congéneres. Whitman, en Canto a mí mismo, lo celebra de manera hermosa: “me doy al barro para crecer en la hierba que amo. Si me necesitas aún, búscame bajo las suelas de tus zapatos”. La idea de unidad está inscrita en el género humano desde su origen. El agua es el eje trasversal de esa unidad. Hace brotar el trigo y la cebada, se esconde en el chocolate matutino, cae de los ojos de los amantes, causa hambre, arrastra árboles, amengua el fuego. Está inmersa en las pinturas del artista, en los sonidos del músico, en el movimiento del bailarín. Nunca es una. No obstante, la lógica que se ha instaurado en la vida del hombre moderno empobrece su magnificencia. Alejados de la tierra, hemos adoptado la vanidad y las apariencias, la soberbia, la eficacia y la competitividad, como formas de vida que nos impiden la comunión con el mundo. Nuestra educación sentimental es estimulada por grandes escaparates publicitarios. La inmediatez de este tiempo nuestro hace creer que el agua es solo aquel líquido incoloro que sale, inmaculado, del grifo.
El aguacero sigue cayendo torrencial frente a mis ojos. Lo miro con zozobra porque no tengo paraguas, luego pienso: agua desde siempre circular, tal vez eterna. Antes de mi nacimiento fluía en la oscuridad en forma de borrasca, de mar, de neblina. Desde lo profundo de la tierra surgía en flores y árboles, para luego transformarse en polen y fruta. Agua en los tejados que cubren mi cabeza, en mis pulmones, en mi corazón, en el páncreas y el tórax. Agua solidificada en mis huesos y vértebras. Agua en forma de sangre que alimenta mi cerebro, mueve los engranajes de este cuerpo mío en deterioro, acciona los hilos que producen cada una de las palabras que se dibujan ante mis ojos y que otros ojos, hechos de agua, leerán. Agua desde siempre circular, tal vez eterna.