Por: Antony García
La real academia de la lengua española la define como un “mamífero doméstico de la familia de los caninos, de tamaño, forma y pelaje muy diversos, poseedor de un olfato fino, inteligente y muy leal a su dueño”. Yo, con el paso de los años, me he referido a ella con muchos nombres: Marsu, Donkin, Apu, Ursu, Señora Rodríguez. No obstante, su nombre de pila es April. Tiene buena memoria y aprende con rapidez el funcionamiento de la incoherente sociedad de los seres humanos. Sabe llamar a la puerta, cruzar calles, viajar en autobús, moto, taxi y bicicleta. Evita ser acariciada por los desconocidos, odia profundamente el estrepitoso ruido de ciertos vehículos automotores, les tiene fobia a los globos. Es rubia, de estatura mediana, disfruta los paseos a campo traviesa y prefiere evitar la hora del baño. Desde el primer momento que la conocí supe que en su personalidad habitaba cierto desasosiego frente a los hechos cotidianos. Al principio fue una simple sospecha, pero mientras sucedían los días, estuve seguro de que se trataba de alguien que creía que pocas cosas tienen un verdadero sentido. Basta verla comer. Se acerca a sus croquetas con un profundo desdén, para luego sentarse frente a ellas y mirarlas fijamente por un largo rato. Tiene el semblante de alguien que reflexiona sobre el sentido trágico de la existencia, el hambre de otros, el eterno retorno. Luego comienza a comer, lentamente, como si hacerlo o no hacerlo, tuviera la misma importancia.
Su independencia siempre fue para mí un reflejo claro de la inteligencia que habita en ella. Aprendió con mucha facilidad a caminar por la calle sin ningún tipo de collar. Esta condición asombra profundamente a los transeúntes, los cuales se preocupan innecesariamente creyendo que el pequeño mamífero doméstico puede ser arrollado por un coche. April sigue caminando sin prestarles atención, siempre en la vanguardia, tornando la mirada de cuando en cuando por encima del lomo para cerciorarse si aún estoy detrás. Su comportamiento en sociedad es mucho más respetable que el de algunos seres humanos. Esto se debe, creo saberlo, a que ella considera que todo, a fin de cuentas, se reduce a la nada, y por lo tanto ninguna de las cosas tiene una gran relevancia.
Estos fundamentos han construido en ella un carácter admirable, muy parecido al que proyectan los monjes tibetanos o algunos filósofos estoicos. La ataraxia (ausencia de turbación) es sinónimo de April. Paseantes y curiosos la rodean. Mira hacia arriba y ve entre la niebla discutir a satíricos y sofistas. Ella no emplea pullas ni paralogismos. En silencio, acostada en cualquier sitio, observa y vive. Esta actitud taciturna, ni atenta ni distraída, se ha convertido para mí en los cimientos de un lenguaje que no necesita palabras para comunicar. Basta cruzar una mirada para intuir sus pensamientos y deseos más inmediatos. Los ojos de April son diáfanos, en su silencio habita el Éter. A mí me gusta observarlos, pero ella nunca sostiene la mirada y prefiere, como todos los de su especie, dormir. Cuando no lo hace me invita a caminar por el barrio. Su forma de hacerlo siempre me asombra. Consiste en sentarse muy cerca y mirarme con gran intensidad. Puede pasar mucho tiempo sin inmutarse, como si estuviera hecha de mármol. Si esto no surte el efecto deseado, se acerca y me da un pequeño empujón con su cabeza, como si en ese simple gesto, tratase de recordarme que la vida no se reduce a horarios y tareas pendientes. El ritual del paseo nos hace cómplices. En nuestras caminatas protagonizamos el papel del testigo que vislumbra el discurrir de la existencia del otro.
Caminar con April es sumergirse en un estado de contemplación. Ella olfatea todo: piedras, hierba mojada, flores. Al principio tuve la vaga impresión de que buscaba algo en particular, pero luego me di cuenta de que era el medio más eficaz que tenía para organizar los elementos que constituyen su mundo. Estoy seguro que en su cerebro existe un olor que representa a cada una de las personas que quiere, y cada vez que están lejos, ella no piensa en sus rostros, sus zapatos, lo que dicen o callan, sino en ese olor que brota de sus cuerpos como el vapor del agua. He llegado a la conclusión de que esos paseos son necesarios. Es el momento de la ataraxia. Sucede lo mismo a las personas que viven con algún felino, y este con su magnética personalidad, los obliga, cada noche, a peinar su pelaje, acariciar su pequeña cabeza, y alimentarlo sin ninguna objeción. El resultado de estos rituales domésticos no es más que una forma de la educación sentimental del género humano. Su sensibilidad se transforma al estar frente a aquellos seres que existen con otras lógicas. La comunión con ellos, completamente distintos a nosotros, es a fin de cuentas la comunión con la naturaleza.
April yace a mi lado profundamente dormida. La miro con ternura porque está soñando. Sutiles convulsiones mueven su cuerpo y su rostro tiene la tranquilidad del lecho oceánico. Miro las palabras que preceden estas últimas líneas. Todo lo anterior es producto de la limitada visión humana que pretende organizar a través de conceptos y nociones aquello que la rodea. Sospecho que todo lo que aquí escribo revela más sobre mí que sobre April. Lo mejor, y lo peor de todo, es que ella jamás me leerá.