CUADERNO DE MEDIDAS (2)

9 octubre 2021 11:42 pm

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Por: Antony García

Hace unas semanas descubrí, entre las pertenencias de mi madre, una de sus muchas libretas donde anotaba las medidas de sus clientes. Esta libreta, de cubiertas carmesí y hojas muy amarillentas, tenía escrito mi nombre. Al abrirla descubrí con mucha emoción un registro minucioso de mis cambios físicos, muy parecido a las marcas que hay en los quicios de algunas casas antiguas que datan el crecimiento de los niños, con la diferencia que, en la libreta, en vez del progreso de mi estatura, estaban anotadas en orden cronológico, todas las medidas que mi madre había tomado de mi cuerpo.

En las páginas del cuaderno de medidas, veía el transcurrir de los meses a la par que mis brazos se alargaban, los huesos de mi cráneo se endurecían, las costillas cercaban el corazón y los pulmones. También podía inferir, gracias al tipo de prenda que se proyectaba realizar sus páginas, si hacía eran épocas de lluvia o sequía. Recuerdo una prenda que fue mi favorita durante la infancia. No quería desvestirme nunca para no estar lejos de ella. Eran unos jeans teñidos de color marrón. Cuando mi madre, a fuerza de insistentes alegatos, lograba que yo me los quitara, sentía que me arrebataba un objeto mágico. El proceso de lavado y secado duraba alrededor de tres días, en los cuales yo tenía el aspecto de alguien que espera bajo la lluvia, sin paraguas, la llegada de un autobús. Cuando los jeans volvían a estar disponibles, los usaba por siete u ocho días seguidos, sin quitármelos siquiera para dormir. Esto con la intención de evitar que mi madre se escabullera en medio de la noche y se los llevara. En mi memoria los Brownjeans (así terminé llamándolos) tenían algo fuera de lo normal y les atribuía cualidades extraordinarias. Por más que corriera, saltara, jugara a las escondidas, los policías y ladrones, nunca parecían desgastarse. Para mi sorpresa, el cuaderno de medidas dedicaba varias páginas a esta prenda de vestir. Descubrí que el componente mágico de los Brownjeans era mi madre. Durante el tiempo en que su pequeño hijo había estado obsesionado con los pantalones, atribuyéndole poderes sobrehumanos, inventando una larga historia en la que los jeans habían sido fabricados por hechiceros gitanos, (la cual contaba a sus amigos con aire de misterio), mi madre, sin decirle nada a nadie, había fabricado copias exactas, modificando según el paso del tiempo y el crecimiento de su hijo, la dimensión de los pantalones. El hecho de que los jeans hubieran permanecidos intactos alrededor de dos años, sin ningún desgaste aparente a pesar del constante uso, era para mí prueba fehaciente de sus poderes ocultos. Hasta el día hoy seguía creyendo en el maravilloso invento de los gitanos. Ella, mi madre, más allá del bien y del mal, más poderosa que cualquier dios inventado por el hombre, los sustituía sin levantar sospechas y alentaba la ficción en la que yo había decidido creer.

Esta historia de los Brownjeans señala un rasgo muy importante de la personalidad de mi madre: la ropa es para ella lo que el lienzo para un artista, en ella vuelca todo su espíritu. Sus prendas de vestir parecen tener un carácter muy bien definido. En ocasiones, al observar mi guardarropa, me he encontrado con suéteres que sugieren un estado de ánimo muy triste, una camisa que me invita al viaje, un pantalón que parece hecho para reír en compañía de amigos. Es muy distinta la ropa que ha hecho mi madre a la que he comprado en alguna tienda de moda. Estas se fabrican en masa, sin prestar atención a los detalles. Parecen estar vacías, hechas para el consumo y la vanidad, fabricadas con la finalidad de homogenizar a los individuos. He tenido la mala suerte de estar junto alguien que tiene la misma camiseta que yo. Lo miro con tristeza porque me reconozco prisionero, uniformado por la moda y las tendencias de turno. La desaparición de los rituales aplana la experiencia vital. Lo prefabricado, lo artificial, sustituye poco a poco la autenticidad y lo orgánico.

A medida que avanzo en la lectura del cuaderno de medidas, me doy cuenta del profundo amor que subyace en sus páginas. El garabateo de los diseños, las fechas, los centímetros. Todo parece retratar una vida que he olvidado. No conservo ninguna de las prendas que mi madre hizo para mí en la infancia. Tampoco conservo mis juguetes y mucho menos la gran imaginación del niño que fui. Me quedan, a lo sumo, retazos de una vida en la que usaba con obsesión unos jeans color marrón. Todo se ha perdido en el horizonte de la infancia, y muda es la boca de otros tiempos. He cerrado el cuadernillo de notas. La última prenda registrada tenía la estatura de un hombre adulto. Parece ser una camisa de manga corta, muy bien diseñada, hecha en una tela muy florida. Aun conservo y uso a diario esa camisa. Regreso el cuaderno de medidas al cajón y observo el silencio de la máquina Singer. Me doy cuenta de que octubre crece a mis espaldas y cada día soy alguien más viejo. Desde fuera me llegan las voces de pequeños niños que juegan al escondite. Uno de ellos grita: ¡un, dos, tres, salgo a buscar! Luego reina un extraño silencio. Pareciera que el mundo se ha detenido un momento. Miro por la ventana para cerciorarme que aúnn existe la calle. A modo de confirmación, en la casa de al lado, alguien canta a todo pulmón: “nunca digas que es tuya la tiniebla, no te bebas de un sorbo la alegría”.

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