No solo fue el músico, compositor y escritor Libaniel Marulanda Velásquez el único quindiano premiado por el ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes. El premio Trayectorias también se le otorgó a Baudelino Torres, un hombre nacido en el Tolima, pero que ha vivido casi toda su vida en el Quindío. Torres, calígrafo y pintor, mayor de 70 años, recibirá como premio $60 millones de pesos como un homenaje a su vida como artista.
¿Quién es Baudelino Torres?
EL QUINDIANO presenta la siguiente crónica escrita en 2012, hace 12 años, por Carlos Andrés Orozco Hernández para la revista Así Somos de Comfenalco Quindío, sobre el oficio, el arte y la vida de Baudelino Torres.
El calígrafo: la vida ganada a pulso
por: Carlos Andrés Orozco Hernández
Una lágrima negra se desliza por el papel, profanando su candidez. Sin titubear, sobrepasa la orilla y continúa su descenso por la mesa de dibujo hasta llegar al tope, donde descansan las plumas. Mientras se agazapa en un charco, el flujo nervioso busca abrirse camino como un gato acorralado. Rápidamente, y antes de que pase a mayores, Baudelino lo detiene con un trapo manchado que destina a estos menesteres y, mientras lo hace, exhala resignado: “Esto no pasaba antes cuando los frascos eran de vidrio. Los de ahora se voltean con solo mirarlos”. “Ya nada es como antes”. Lo repite como un mantra: el hilo con el que va enmadejando un recuerdo tras otro, todas las satisfacciones, anécdotas y decepciones que le trajo su labor como calígrafo.
Baudelino Torres en su estudio, pintando y escribiendo con su pluma la fina caligrafía
Dicen que el hombre se inventó el habla para escapar de la soledad. De la oscura caverna de su boca salieron las ideas hechas fonemas, y así, de boca en boca, cabalgando el viento atravesaron personas, tribus y naciones. Tras los fenicios, que les empezaron a dar forma, vinieron los calígrafos a capturarlas con su pluma, impregnándolas con tinta para adherirlas con lustre al papel. La caligrafía se desarrolló en las diferentes culturas del mundo tras un velo de rituales y maneras que alimentaban su mística, mientras garantizaban la distancia entre el vulgo y los dueños del saber.
En Japón se dio a conocer como sho-do (el camino que lleva a la comprensión de la vida y las verdades eternas), un camino que, aún hoy, se recorre en pinceles de bambú sobre papel de arroz. El carácter sagrado del calígrafo en el mundo árabe fue elevado al nivel de los sacerdotes, pues solo a ellos correspondía el privilegio de escribir los nombres de Dios y del profeta con sus cálamos cortados en punta. No con menos ceremonia, en el mundo occidental, la iglesia cristiana, guardiana del saber por siglos, dispuso de los monjes copistas para reproducir las escrituras sagradas con plumas de aves. Todos ellos, a su manera, incorporaron evoluciones estéticas enmarcadas por habilidades técnicas, sofisticando sus herramientas, tintas, papeles, ornamentos e ilustraciones.
Baudelino Torres es heredero de esta tradición, traída a nuestras tierras por los religiosos españoles en infinitas planas. Del uso primigenio en transcripción de textos, el oficio llegó a sus manos como la solución a las situaciones más variadas de nuestra cotidianidad: elaboración de cartas de amor, documentos judiciales, pergaminos para honrar personalidades, estandartes para encabezar desfiles, pancartas para recibir ciclistas, cintas de reinas de belleza, lápidas, carteles de cine, letreros de comercios, actas, diplomas y tarjetas para toda ocasión. El don de la escritura dio a los calígrafos un lugar en la sociedad y, con ello, el respeto.
Siempre como calígrafo
Baudelino Torres, pintor, realizando un mural
Son cerca de 70 años los que cuenta Baudelino con sus dedos untados de tinta, esa mancha persistente que se resiste al agua y al jabón, acentuando los surcos en sus nudillos y metiéndose por entre las uñas hasta las mismas venas. Enmarcado por la encorvadura de su espalda, que demanda el cuidado en los detalles, sus movimientos son lentos, como premeditados, pues en esta labor anida el tiempo, dejando como recompensa el resplandor de la belleza. Su forma de hablar, sosegada y sin aspavientos, vislumbra la cercanía constante de la soledad y la quietud, musas frecuentes en las vigilias exigidas por el oficio. Un oficio que se configura en todo un compendio de habilidades: además de las letras bellamente elaboradas, asimismo, la ortografía, la ilustración y la redacción son conocimientos que se deben dominar para garantizar la excelencia en cada detalle.
Baudelino recuerda, a propósito, a algunos clientes que le han dicho: “Póngale cualquier letra, lo que me importa es el mensaje”. Y es que, por lo regular, no son pocos los encargos que llegan como lánguidos esqueletos, sostenidos en un par de intenciones sobre un papel arrugado, y salen por la puerta de su taller convertidos en piezas únicas, deparadas para la eternidad, nacidas de la humilde unión de tinta y papel. Las manos entrenadas del calígrafo ejecutan un acto sublime: el encuentro de la luz y la oscuridad, la funcionalidad y la estética. En una ínfima porción de espacio, despliegan una danza donde cada movimiento tiene una intención, donde hasta los espacios entre letras tienen valor. Las líneas ascendentes marcan los compases y las sinuosas generan tensión a medida que se curvan y adelgazan.
Llegó de Cajamarca
Como los arabescos en la caligrafía, la vida sigue trazos que parecen caprichosos, pero vistos con detenimiento descubren un propósito mayor.
Era el año 1954 y la violencia partidista estaba en su apogeo. A sus 10 años, Baudelino llegó a Armenia con su familia, huyendo de la “chusma”, en un camión cargado de cueros podridos. “Todavía estamos oliendo a mortecina”, afirma con fastidio. Atrás dejó las pencas de fique en las que grababa la inicial de su nombre, un ejercicio para "soltar la mano" encargado por don Jorge, su padre y primer maestro en este arte. Don Jorge además se desempeñaba como veterinario y peluquero en Anaime, corregimiento de Cajamarca, Tolima. ¿Quién iba a pensar que algunos de los clientes ocasionales de don Jorge, aquellos a quienes tuvo a tiro de barbera, serían los mismos que lo desterraran de su pueblo? Tirofijo, Chispas y Sangre Negra frecuentaban su peluquería. Pues Anaime era tránsito obligado de todo aquel que atravesara la cordillera Central, bien fuera para internarse en el monte escondiéndose de la ley, para dirigirse a la capital buscando oportunidades o como Jorge y su familia, huyéndole a la muerte.
Exposición de pintura y caligrafía de Baudelino Torres en la Plazoleta de la Asamblea Departamental
Estudió en el Rufino
En el Colegio Rufino J. Cuervo fue alumno de Israel Bernal, “el mejor calígrafo de Colombia”, afirma Baudelino, abriendo los ojos y entonando con la dignidad que el título merece. De él recibió sus mejores enseñanzas, afianzó su trazo y heredó un estuche de plumas que aún conserva como su mayor tesoro. “Dígame si consigue ahora una pluma Falcon y le doy lo que sea”. Aquel alumno caló en el aprecio de don Israel desde el primer día, cuando trajo un cuaderno de dibujo marcado con su nombre. “Esto no lo hizo usted”, le recriminó, mientras le entregaba una pluma, desafiante. El niño de 12 años repitió aquellos trazos con tal facilidad que desde ese momento quedó apartado de sus compañeros para recibir clases especiales. Lo que ignoraba el maestro era que Baudelino había depurado su técnica mediante la repetición, fuente de todo aprendizaje. Desde aquellas pencas en Anaime hasta la escuela Rafael Uribe Uribe, donde tomaba el dictado de los profesores en el tablero, marcaba los cuadernos y hacía las tareas de todo aquel que estuviera dispuesto a pagar por ello. Las tarifas iban desde un banano hasta 5 centavos. La gratificación económica, sumada al aplauso, le afianzó el cariño por una labor de la que lentamente se fue apropiando.
Calígrafo de floristería
Pero, así como la pluma a veces se desliza por el papel esparciendo la tinta con generosidad, en ocasiones va de punta contra la fibra, rasgándolo, produciendo un sonido áspero y una línea delgada que, por momentos, parece extinguirse. Como cuando las difíciles circunstancias lo llevaron, en el año 1968, a probar suerte en Medellín. Allí sus días empezaban a las 4 de la mañana, pues el bus urbano en el que un conductor le permitía dormir iniciaba ruta a las 4 y media. Por consejo de un amigo, fue a pedir trabajo en la floristería más prestigiosa de la ciudad: Jardín Kennedy. Al lugar se presentó sin más apero que sus plumas y la promesa de incrementar las ventas con tarjetas dignas de la belleza de los arreglos florales que allí se elaboraban. Tras quince días, no solo estaba contratado, sino que ganaba más que cualquiera de sus compañeros. Cobraba 2 pesos por cada tarjeta, en un sitio donde se hacían en promedio 20 ramos diarios, cantidad que podía llegar a duplicarse en fechas especiales. De entre aquellas fechas recuerda el funeral de Diego Echavarría Misas, ilustre ciudadano de Medellín, secuestrado y asesinado. Aquel hecho, además de imponer un récord en el número de encargos para la floristería, marcó el punto de partida de un imperio de terror que terminó por empujar, una vez más, a Baudelino hacia Armenia. Ahora regresaba en compañía de Amanda, a quien conquistó a punta de poemas y cartas (¿de qué otra forma?), misivas que se perdieron en las fauces del terremoto del 99.
Diplomas de $1.000
Hoy en día, a Baudelino le pagan entre 500 y 1000 pesos por cada diploma que marca. Nostálgico, recuerda cómo, 40 años atrás, esa fue la suma que recibió por marcar uno solo de ellos para la Universidad Autónoma de Medellín. En aquella oportunidad le compró una bicicleta a su hija de 5 años, “la más cara que había”, y con lo restante compró un mercado para la casa. “¿Sabe cuántas cosas se conseguían con esa plata? El cofre del carro no cerraba con tantas bolsas”.
Su oficio es un apostolado que implica el cultivo constante de saberes exquisitos. Y su amor por el conocimiento se puede apreciar en la pasión con la que evoca su época de estudiante, el respeto por el maestro y el ansia de aprender. Este embeleso se desborda en sus poemas, como aquel que reza…
En este recinto, manantial fecundo, donde venimos a beber la ciencia
Donde aprendemos lo que vale el mundo y la santa quietud de la conciencia
Este recinto, emblema de lo grande, gratos recuerdos para mí atesora
Y mi pequeño corazón lo aplaude al verlo majestuoso en esta hora
Aquí sentí y perfeccioné el ansia, aquí formé mi corazón patriota
Recibí de lo bello la fragancia y dio mi lira la primera nota.
Un oficio olvidado
El bolígrafo comenzó a delinear el ocaso del oficio que, tras la máquina de escribir, el computador se encargó de sepultar en la década de los noventa. Pero, aun así, algunas personas siguen buscando a Baudelino en su casa del barrio Uribe. Hasta allá llegan aquellos que reconocen el valor y la exclusividad de lo hecho a mano. Baudelino es el primero en entenderlo así. Muy serio y sin parpadear afirma: “Entre más halagos le hacen al trabajo, más le voy subiendo al precio”. Porque la caligrafía brinda distinción, tanto a quien la da como a quien la recibe. Pocas cosas envanecen tanto nuestro ego como ver nuestro nombre escrito sobre un papel fino con una letra elaborada. Su encanto posee la magia de un conjuro con el poder de abrir puertas, forzar voluntades, doblegar doncellas y agitar espíritus.
Baudelino se ofrece a mostrarme su habilidad, escribiendo mi nombre en un papel nacarado que saca de una carpeta. Hace unos giros en el aire con la pluma antes de asentarla, para asegurarse de que el trazo salga tal y como lo quiere, porque él, más que nadie, sabe que lo que se graba con tinta queda marcado para siempre.