Mi nombre es Amparo Marín y voy a contarles una historia:
Yo vivía en un pueblito llamado Balboa en Risaralda al que llegué con mis tres hijos pequeños. Ellos crecieron entre los cafetales como recolectores en compañía de su padre durante los años en que la violencia se apoderó del pueblo.
El niño mayor que hacía el octavo año en el bachillerato del colegio municipal, conoció a una niña, a quien por cosas de muchachos él empezó a molestarla con apodos que la ofendieron tanto, que un día le puso la queja a un tío suyo, que para colmo de males era un narcotraficante.
Este hombre citó a mi muchacho en el parque y cuando se encontraron le dijo:
–Si sigue molestando a mi sobrina, va tener que irse del pueblo o no respondo.
Mi hijo, joven, al fin y al cabo, rebelde y osado como todo muchacho, le respondió:
–¡Si es varón, no mande a otro a matarme! ¡Hágalo usted mismo! Yo no estoy haciendo nada malo y lo que pasa es que esa es mi forma de jugar con ella.
Eso quedó así. Luego de un mes mi hijo tuvo un partido de fútbol, su deporte favorito, en La Celia, Risaralda, y cuando regresó una semana después a retomar sus estudios, llegaron unas personas extrañas al pueblo y preguntaron por “Florito”, que así le decían.
Un señor, sin saber para qué, les explicó cómo podían encontrarlo y cuando lo hicieron le pegaron seis tiros: uno en la cabeza, otro en el pecho, en una pierna, la espalda, un brazo y el estómago.
Al oír los disparos y ver que era mi hijo el que estaba en el suelo en medio de policías y bomberos, yo gritaba, y en medio del desespero sentía que nadie me ayudaba. El único que lo hizo cuando todo el mundo se iba por miedo, fue su mejor amigo.
–Florito, ¿quién le hizo esto, para vengarlo? – le preguntaba, pero mi hijo no pudo responder porque estaba agonizando. Lo llevamos al hospital del pueblo de donde lo remitieron a Pereira, en recorrido que fue seguido por los hombres que le habían disparado. Más adelante la ambulancia se varó por lo que hubo que pasarlo a otra, hasta que llegamos a Urgencias a eso de las diez de la noche.
Yo le gritaba al médico que no me lo dejara morir, pero a pesar de que hicieron todo lo posible para salvarlo, siendo las tres de la mañana falleció. Sin embargo, ahí no terminaron las cosas porque a los tres meses tuvo que huir toda la familia del pueblo, porque también querían matar a mis otros dos hijos, entonces nos vinimos para el Quindío.
Aquí ha pasado el tiempo y las heridas han cerrado, pero las cicatrices continúan haciendo un daño enorme, por eso es necesario agradecer al aire perfumado de café, al paisaje verde de este departamento y a sus gentes, que con su forma de ser, amable, trabajadora y sincera, han contribuido a que esas cicatrices lleguen a ser un recuerdo imborrable, pero a su vez, soportable, debido a que aquí hemos logrado la paz que el homicidio de mi hijo nos robó en otras tierras.
Este ejercicio, por ejemplo, en el que “café&letras renata”, nos propuso contar algo que nos remordiera el alma, me sirvió para sacar una parte de ese dolor, teniendo en cuenta, como dicen: las penas compartidas son más llevaderas.
Por lo anterior agradezco a quienes hacen posible esta limpieza del alma lograda a través de las palabras y la escritura.