Medio siglo de historia

18 mayo 2024 11:20 pm

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Al llegar a la ciudad de Armenia en el 2009, sin conocer a nadie, me dediqué a visitar en las mañanas la biblioteca Comfenalco de la carrera 15 entre calle 22 y 23. En las tardes me dirigía a la plaza de Bolívar para ubicar alguien que me enseñara la ciudad. En la esquina del Centro Comercial IBG, calle 19 con 14 al lado de la droguería La Rebaja, hice amistad con dos señores dedicados a las ventas de confites y cigarrillos. A partir de entonces compartimos charlas, a través de las cuales conocí está historia que comparto con ustedes.

Carlos Alberto García Ávila, nació en la hacienda Balcones de Calarcá Quindío en 1951 cerca del Jardín Botánico. La casa que lo vio nacer aún existe, reformada en medio de aves y mariposas.

Infancia pobre, sin juegos y sin amigos. A pie limpio iba a la escuela “Ciudad de Armenia” donde hizo la primaria. Cuando fue convertida en colegio realizó el primer año de bachillerato.

A los seis años era demasiado inquieto; sufrió un accidente cuando intentó coger un mango maduro y provocativo en la finca de un vecino, pero como no alcanzó a dar el paso, cayó de espaldas por un barranco y se fracturó la columna. Un trabajador que “guadañaba” a varios metros, escuchó el grito de cuatro niños que andaban con él y de inmediato lo llevaron donde unos “sobadores” del pueblo.

Dos años después, su madre Candelaria, no le veía mejoría, lo condujo al hospital “San Juan De Dios”, en aquellos tiempos una casa grande de dos pisos al lado del puente la Florida, salida al municipio de Calarcá, donde lo atendieron unas monjas Vicentinas y los médicos hicieron lo posible para que las fracturas no lo convirtieran en “parapléjico”. Aun así, por los daños en las vértebras, quedó con una discapacidad de por vida, que sólo le permitió crecer un metro con treinta y dos centímetros.

Con Pedro, su hermano, quien ha permanecido siempre a su lado, ayudó a su madre en todas sus labores. No tuvieron oportunidad de estudiar a pesar de poseer buena memoria. Tenía diez años cuando su madre se quedó sin su compañero sentimental, lo cual hizo que se trasladaron de Calarcá a Armenia, región agrícola, de grandes cultivos de plátanos y frutales.

Llegaron a vivir en el barrio Buenos Aires en una casa de bahareque sin agua ni luz a un bajo precio. La primera la traían de un nacimiento cercano y por la noche utilizaban las velas y lámparas de petróleo artesanal fabricadas por ellos. Para sobrevivir, Candelaria empezó a vender arepas hechas en fogón de carbón, mazamorra y subidos, mientras los muchachos, salían a buscar trabajo para ayudarle. Cuando Carlos llegó a los diez y ocho años, todavía era menor de edad, según la constitución de 1886, artículo quinto, lo que, añadido a su discapacidad, creaba dificultades para conseguir empleo.

En medio del bullicio de los carros, motos, sirenas, cantantes y la misma gente que en cada momento arrima, logramos reunir datos, personajes y anécdotas para llevar a efecto una historia de medio siglo. Durante varios meses, tuve la oportunidad de saber cómo llegaron a este lugar hace cincuenta y tres años.

“La mañana era lluviosa con muchas nubes. Después de que mi madre sirvió el desayuno: chocolate espeso, arepa de buen tamaño, huevo y pan, me dirigí a misa de siete de la mañana a la iglesia “San Francisco” situada por los lados de la galería. Luego salí a recorrer la plaza de Bolívar y llegué a la esquina de la carrera catorce con diez y nueve, donde me senté en una pequeña banca de madera al lado de la “Droguería Central” a ver pasar la gente que iba para el trabajo. Algunos sonreían, me saludaban, o me regalaban monedas de 0.20 centavos, otros llevaban cara de aburridos. Preciosas damas bien vestidas alegraban la carrera catorce.

A las nueve de la mañana llegó un señor de avanzada edad con un cajón de madera de más o menos un metro cincuenta centímetros de alto, por uno de ancho y me saludó.

– ¿Cómo está señor?  – le dije. Se quitó la ruana, se acomodó el carriel, arregló el poncho, se apretó la correa del pantalón y empezó a cuadrar el cajón, cuando un señor cachaco y de sombrero negro saluda cordialmente; “hágame el favor, me vende un paquete de Piel Roja”. Cuando levantó la tapa del cajón y le entregó el tradicional paquete, alcancé a ver cigarrillos: Piel Roja, Imperial, Hidalgo, extranjeros como: Marlboro, Kent, Parliament o Mapleton, que emanaban agradable olor. Una dama bonita, elegante, sonriente, saluda amable, pide “un paquete de Marlboro por favor y otro de Mapleton”, él señor le encima unas bananas. Otros pasan y llevan chicles o chocolates y aunque no era mucho el surtido, para sobrevivir era suficiente”.

¿Usted qué hace? –pregunta el señor

-Andar las calles a ver qué consigo para ayudarle a mi madre. Me gustaría tener un puesto de dulces”.

-Buena idea joven. Yo llevo diez años en este sitio… pero estoy cansado y desanimado. Mi señora está enferma de las rodillas y tiene dificultades para caminar, me toca estar pendiente y ayudarla.

Aproveché la oportunidad y pregunté su nombre.

-José Jesús Montoya Ospina. Campesino, ordeñé vacas, ayudé a mi padre a sembrar frutales, una enfermedad rápida lo condujo a la tumba.

-Mi nombre es Carlos Alberto- le dije, – tengo diez y ocho años y como soy menor de edad y discapacitado, nadie me da trabajo. Aunque salgo todos los días a ver qué consigo. Con unos ahorritos que tengo, podría comprar un puesto de dulces como éste.

Al señor, como que la charla le quedó sonando y después de dialogar varios días y con la ayuda de mi madre llegamos a un acuerdo.

¡Si quiere quedarse con este puesto, no lo doy por menos de quinientos cincuenta pesos ($550.00) Ni un peso menos!

En mis ahorros tenía setecientos veinte pesos ($720.00) Suficiente para comprar el negocio, así que, al día siguiente en horas de la mañana y en compañía de mi madre, hicimos la promesa de venta con un “tinterillo” en la plaza de Bolívar. Papel sellado, dos estampillas de un peso ($1.00) y una de veinte centavos (0.20cvs). No había necesidad de llevarlo a notaria, sin embargo, el documento se firmó el diez y ocho de mayo de 1972, con dirección calle 19, carrera 14. Aún conservo este documento.

En este sitio no existía el edificio de Suramericana, ni el IBG. Los carros particulares y de servicio público, subían y bajaban por la carrera catorce, que hoy es peatonal.  Las casas eran de dos plantas con balcón y vista a la calle. Las señoras tejían y hacían colchas de retazos. Los señores en sillas de madera se sentaban en el balcón a leer y jugar naipe. Con los años, nos tocó ver cuando en las horas de la mañana un adulto mayor se tiro del cuarto piso del edificio IBG a la calle diez y nueve, muriendo instantáneamente. El motivo fue perder su fortuna en las pirámides de David Murcia Guzmán. Otras personas quedaron con traumas psicológicos. La salud mental empezó a deteriorarse en varias familias. El diez y nueve de abril del 2008 en el gobierno de Álvaro Uribe, el señor Murcia Guzmán fue detenido y recluido en la cárcel “La Picota”.

 En medio del verano, los inviernos y los vientos, siempre han estado presentes los malos olores de las alcantarillas y recicladores, pero también las damas han dejado su agradable aroma en estos cincuenta y tres años.

 

-Para entonces, mi hermano Pedro trabajaba en una fábrica de baldosas. Los teatros Bolívar, Yanuba, Izcandé y Municipal, desaparecieron con los años y con el tiempo vimos progresar la ciudad. Las casas de bahareque fueron remodeladas, cada año se vivía un ambiente diferente, se proyectaban negocios y almacenes que atraían a los ciudadanos.

Mi madre fue una luchadora hasta que la diabetes obligó a la amputación de las dos piernas que la inhabilitó para trabajar hasta el momento de morir.

Pedro renunció a su trabajo y se dedicó ayudar a su hermano en el puesto. Con amor y fe superaron la muerte de su madre y como las ventas eran buenas y la economía fluyente, parecía no existir pobreza.

Los dos me cuentan:

“En la década del noventa, se utilizaban las tarjetas de diez, veinte y cincuenta mil pesos, para recargar los celulares de Comcel, Telmex y Claro, y como vimos que era buen negocio, adquirimos para vender. Cuando las ventas estaban excelentes, porque era el único medio para comunicarse, aparecieron las estafas contra el vendedor. Se llamaba “El Cambiazo”. La persona solicitaba la tarjeta y en un descuido del vendedor le decían “ya no la voy a llevar”, y le devolvían otra usada. Lo mismo pasaba con los cigarrillos Royal, entonces, cómo esto se volvió común en todas partes, dejamos de venderlas.

Habíamos ahorrado hasta el año 1999. Enero se veía brillante. La gente caminaba alegre, los carnavales eran frecuentes. El veinticinco de enero, en pleno medio día cuando las gentes descansaban para seguir sus labores sucedió lo inesperado. –EL TERREMOTO.

Después de ver tanto desastre y como la gente huía de miedo, a los tres días viajamos a la capital donde un hermano. Improvisamos una chaza con toda clase de dulces y cigarrillos. Desde temprano hacíamos el recorrido por la séptima, desde la casa de Nariño, hasta la torre Colpatria. Como el alcalde de la época era Enrique Peñalosa, no permitía vendedores ambulantes, porque era un problema para la ciudad y por eso no podíamos estar en un punto fijo. Cansados de recorrer el sector, hicimos un descanso en una banca de cemento fría y sucia. Cerca de las doce del mediodía, una señora elegante, con buen abrigo caminaba por el sector con la nieta de cuatros años. Nos miró y preguntó. ¿Ustedes de donde son?

 -De Armenia señora. Llegamos hace dos días con este cajón de dulces, pero las ventas no dan ni para un almuerzo. La señora se conmovió de nuestra angustia, abrió la cartera, sacó varios billetes, entre ellos unos de veinte mil pesos recién editados, y nos los entrego. Fue una bendición de Dios. Con esa plática pudimos almorzar y llevarle parva al otro hermano que vivía con su familia donde nos hospedábamos. Así duramos varios meses hasta que se nos agotó el ahorro y regresamos al mismo lugar de Armenia.

La ciudad se recuperó y volvimos a salir adelante. De ese nuevo comienzo recuerdo a varios alcaldes como el doctor Mario Londoño Arcila, quien hizo avenidas, puentes y arregló calles. Después David Barros Vélez, que nos compraba maní, y convirtió la carrera catorce en vía peatonal con el nombre: “CENTRO COMERCIAL DE CIELOS ABIERTOS”.

Ana María Arango Álvarez, alcaldesa en el 2009, nos regaló una ancheta que parecía un mercado. Carlos Mario Álvarez, alcalde de Armenia para el periodo 2016-2019, era simpático, sonriente y amable. Nos saludaba con una sonrisa de esperanza. En éste mismo año nos hicimos a una casa por el sector “Buenos Aires”, con unos ahorros que teníamos. El cajón de madera lo cambiamos por lámina gris y le agregamos otros cajones internos. Políticos, periodistas, escritores, abogados, en su niñez y juventud, pasaron por este sitio con sus papás y hermanos.

– Recuerdo que mamá me compraba bombones en este puesto-, dicen algunos. Además, es un puesto de información, porque cuando turistas o personas de la ciudad preguntan por determinado sitio, la guía es exacta.

Aquí conocimos personajes que divertían la ciudad: Repollito, Cuajada, el Mocho Jaramillo en su caballo blanco. Candidatos presidenciales en campaña pasaban y cuando se detenían a saludar a la gente, compraban chocolates y cigarrillos. Julio Cesar Turbay Ayala, presidente de 1978 a 1982, por ejemplo, arrimaba al puesto y nos saludaba.

La doctora Lucelly García de Montoya, calarqueña, liberal, asesinada en febrero del 94 en el trayecto Calarcá, Cajamarca, cuando se dirigía a recibir la embajada de Honduras en el gobierno de Cesar Gaviria, nos saludaba con  amabilidad y se despedía con una sonrisa deseándonos suerte y salud”.

El tiempo avanzó y como en todo el mundo llegó la pandemia del COVID 19 en el año 2020, fue una época difícil y de encierro con muchos inconvenientes para sobrevivir. Según Pedro, sobrevivieron gracias al exconcejal y alcalde Oscar Castellanos quien estuvo atento a sus necesidades, porque los pequeños mercados que enviaban al sector, se los robaban los mismos lideres. En tantos años, han sufrido persecuciones del sindicato, que los han querido sacar de este sitio, pero gracias a unos políticos y en especial a Oscar Castellanos, todavía siguen en él. Aún recuerdan con sonrisa que en una ocasión hubo una persecución a los vendedores ambulantes por parte de la alcaldía. El funcionario encargado del espacio público llegó con tres inspectores a ordenar sitios para las ventas, pero en la discusión le pegaron un cabezazo al jefe, que cayó de espaldas y recibió un duro golpe en la cabeza. Al otro día renunció al cargo.

“Lo mismo le pasó a un controlador de espacio público, negro, gigante, macanudo, cachaco, de vestido negro y corbata, que le llamó la atención a tres jóvenes que vendían en un andén. En la polémica, sacaron un machete y el negro tuvo que correr por la calle 19, hasta llegar a la carrera 13 y meterse en un negocio para protegerse. Por este sitio pasó como si estuviera apostando una carrera. También renunció al día siguiente”.

Carlos Alberto y Pedro cumplieron 53 años el 17 de mayo del 2024 laborando en este sector. Reconocidos por la ciudadanía de Armenia como personas honestas y de conversación sana. Una historia donde el lector podrá encontrarse con un pasado y recordar personajes que aún viven y a pesar de los quebrantos de salud de Carlos, continúan gracias a su resiliencia.

Las personas que conocen a estos dos señores, los felicitan y admiran su labor y su constancia. Una historia merecida que no debe olvidarse. Como testigo los admiro y los recordaré de por vida.

Marzo de 2024

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