Por Pedro Elías Martínez
Aunque no tenga ni una pizca de la sapiencia culinaria de Harry Sasson, Leonor Espinoza y otros sumos sacerdotes de la buena mesa de esta parte del mundo, voy a meter la cucharada en el asunto de las comidas. Los sabios se contradicen sobre el momento en que la humanidad adquirió la mala costumbre de desayunar y almorzar, que debió ser mucho antes del testimonio de las excavaciones, según las cuales los humanos fuimos primero caníbales y carroñeros. La historia habla con escasez de los alimentos que en cada época saboreaban los pobres y los burgueses. De lo que se comía en la cueva y el castillo, en la choza y en el palacio del rey. Al imaginar la desigualdad alimenticia de los platos y las fortunas, esa consideración tuvo cabida hace tiempo en los manuales marxistas, mientras unos comen para vivir o no comen casi, otros se deleitan con banquetes. En la actualidad filósofos dietistas y gobernantes coinciden en que la inflación y la carestía son los grandes aliados de la salud, porque no dejan que la gente se engorde. Sea como fuere en lo que casi todos están de acuerdo hoy es en las bondades de los platos caseros, en la vuelta a los ancestros, a las comidas de las cuales tenemos suculentos recuerdos que saben a la infancia.
Al hablar de las comidas y bebidas propias, los entendidos dijeron que el Quindío carece de un plato que lo identifique en la mesa nacional. Pero en la última semana tuvo lugar aquí el IV Encuentro de Saberes Culinarios, donde la investigadora del Sena, María Inés Amézquita, experta en cocina tradicional, postuló al sudado montañero como plato típico del Quindío, elaborado con ingredientes que se consiguen o cultivan en esta región y pertenece a la cocina ancestral heredada de los mayores.
El sudado montañero podría ser declarado como plato típico quindiano: un cocido de papa, yuca y plátano, «hogao» al gusto y porciones de carne de res o de pollo, acompañado con ensalada donde abunda el aguacate.
Existen otros platos que venían con el carriel o la mochila de los colonos procedentes de Antioquia, Tolima, Valle, Santander, Cundinamarca y otras zonas del país. Ellos aportaron sus gustos y costumbres a los platos representativos de la región cafetera. A las comidas de este género corresponden el sancocho, los frisoles, el calentao, el tamal y en los últimos años la trucha con patacón.
El patacón, enseñaban las abuelas, necesita de un plátano hartón, que esté pintón, es decir ni tan verde ni tan maduro. Se aplana con piedra en medio de una hoja grande (ahora se utiliza un plástico) y cuando se vea fino se pone a freír en una sartén que lo cubra y se sirve tostadito. Se puede acompañar con trucha frita.
En cuanto a los fríjoles, la noche anterior se ponen a remojar en agua y el día siguiente se les añade un pedazo de pezuña o garra, como se le dice a los pedazos de oreja, y se ponen a ablandar. Cuando ya se sienten blanditos, se les añade el plátano, de preferencia pintón, un buen guiso de cebolla y tomate.
El calentao, plato de origen humilde que hoy forma parte del menú de afamados restaurantes
se sirve al desayuno y comprende la comida sobrante del día anterior, arroz, lentejas, frijoles, y otras legumbres e insumos, revueltos con guiso. El calentao se acompaña con arepa.
El sancocho puede ser de gallina o de pollo y carne de falda. Algunos lo llaman trifásico si se le agrega espinazo de cerdo además del pollo y falda. Se ponen a cocinar las carnes en agua con un buen guiso de ajo, cebolla tomate y cilantro. Cuando ablande, se le van añadiendo primero los plátanos, luego la papa entera o partida por la mitad y por último la yuca.
La mazamorra es una buena sobremesa para estos platos y se hace con maíz trillado y cuando está ablandando se le añade bicarbonato de soda para que coja un tono amarilloso y un sabor característico. Se sirve con panela picada.
Las comidas tradicionales como los fríjoles, el sancocho, el calentao la mazamorra y con mayor cercanía el sudado montañero y el patacón del Quindío, excepcional por su sabor y gran tamaño, son platos que regocijan el apetito más refinado. Cabría, pues, el dicho de los abuelos: «Barriga llena, corazón contento».