Por Libaniel Marulanda
No es un tema que desvele al público y menos que se debata en los escenarios propicios: la verdadera situación de la música colombiana del interior, entendiéndose como interior la zona andina. La sola enunciación de una música andina implica la existencia de otra con la que tiene pocas cosas en común, salvo su nacionalidad. Una y otra tienen con suficiencia los elementos que las hacen diferentes. Como toda expresión del arte ofrece la posibilidad de abordar su comprensión a la luz de la economía, la política y la geografía. Las presentes reflexiones pretenden inscribirse dentro del campo de lo andino sin evadir, desde luego, la discusión con lo atinente a la música costeña, sea del Pacífico o del Atlántico. A los factores que determinan la diferencia de una y otra expresión folclórica habría que sumarle cuestiones raciales, si a estas alturas del paseo aún se puede hablar de razas.
Dos ritmos de distinta procedencia y coloración de piel se han disputado el podio de la música nacional colombiana: El bambuco y la cumbia. Escritos en compases diferentes, cada uno tiene su parentela. Es claro que no son otra cosa que el resultado de la mezcla de lo indígena con lo español y lo afro. Y aquí surge un primer punto de discusión en cuanto al origen: ¿La expresión bambuco es criolla? ¿Indígena? ¿O, más bien, africana, de Bambuk? Si el lector se remite a oír sin prejuicios la música del Pacífico, como el currulao, es posible que le otorgue el sello de afrodescendiente al ritmo nacional que por diversas causas y a través del tiempo la sociedad colombiana ha blanqueado. El caso es comparable con uno de los géneros músico-culturales de mayor difusión mundial: el tango. Africano de origen y luego decolorado en su posterior desarrollo y expansión planetaria.
El bambuco, suprema expresión de lo andino, no mueve la aguja al dial. La radio colombiana, al ignorarlo, lo convirtió en un producto out, como los calzoncillos largos. A la juventud de este siglo nada le dice porque no es comercial y aquello que no produzca plata las emisoras no lo suenan. A los mayores parece resbalarle, salvo que haya copas y un ambiente nostálgico. El catálogo bambuquero estuvo nutrido con la poesía de muchos y buenos cultores. Aunque hubo algunos intentos de resurrección en los años setenta por causas políticas como las luchas contra las dictaduras de América Latina y la puesta en escena de un cancionero contestatario con formatos folclóricos, el bambuco y lo andino quedaron convertidos en piezas de museo. ¿Lo duda? Explore el dial y hablamos: solo las emisoras culturales sostenidas por el Estado y sujetas a la legislación radial siguen emitiendo bambucos y música andina.
La época de oro del bambuco fue consecuencia de la entrada de la radio al país. Sin excepción, la música de aquí y de allá, toda de impecable factura, alimentaba aquellos memorables “días de radio”. Las emisoras tenían radioteatros. Algunos con condiciones tan buenas que era posible realizar grabaciones profesionales en ellas. Radio Progreso de La Habana y la Sonora Matancera lo corroboran. En el país, distintas y sutiles formas regionales de cantar bambucos convivían sin que el grueso de público lo discriminara. Así, los recios duetos antioqueños, como Obdulio y Julián o la clara sencillez de Garzón y Collazos, dejaron su impronta. Durante los años cincuenta, solistas de hondo arraigo como Lucho Ramírez, Víctor Hugo Ayala y Carlos Julio Ramírez, contribuyeron a que el bambuco se vistiera con el traje de arreglos orquestales. Resulta extraña y memorable la incursión del trío Los Panchos con su limpia versión de Antioqueñita.
Como ya se había anotado, el entorno sociopolítico de Latinoamérica, desde la revolución cubana hasta el golpe de Pinochet, fortaleció la mirada benévola de un sector amplio de las vertientes de la izquierda militante. El folclor que yacía sobre la lona tomó un segundo aire ante el campanazo de la rebeldía. Por un momento, incluso, llegaron a coexistir lo andino con lo urbano en una suerte de sincretismo inusual. En el interior de la izquierda bien pronto se delimitaron las preferencias entre lo urbano y lo rural. Lo andino fue etiquetado como triste, quejumbroso y de rezagos feudales, mientras lo ciudadano debía ser alegre y triunfalista. Hasta el terreno de la música llegaron las tendencias de una juventud recién contagiada del sarampión revolucionario. El Partido Comunista amaba el folclor sureño mientras deliraba con Carlos Puebla. El Moir debatió lo del folclor, lo arrinconó y otorgó sus complacencias a la salsa.
La historia de las canciones no suele ser precisa en cuanto al registro de nacimiento. Es corriente que una canción se escriba y se grabe en una época y alcance su popularidad muchos años después. Véanse el ejemplo de los boleros Madrigal y Convergencia. Igual puede ocurrir con el cancionero colombiano. Tomando como fuente la memoria de los músicos bambuqueros podemos afirmar que los últimos que sonaron en la radio comercial pudieron ser: Yo también tuve 20 años, Hay que sacar al diablo y Muy antioqueño. Mención aparte merece una tríada inscrita en el subgénero de la canción social: ¿A quién engañas, abuelo?, Ahora sí entiendo porqué y Ricardo Semillas. Y aquí se pone sobre el tapete la insoslayable cuestión del arte por el arte versus el arte comprometido. Como músico me inclino por aquellas canciones que rebasan el costumbrismo paisajero, que problematizan la realidad y su entorno social.
“Cuando tuve con mi mano al patrón que castigar”
La afirmación anterior no pretende marginar la poesía vertida en cientos de bambucos ni tampoco callar ante el arte de cartel y consigna, ahíto de directrices de comité central y desprovisto de calidad literaria. Debemos llamar a escena a José Alejandro Morales, el santandereano que ocupa un privilegiado escaño en el imaginario colombiano. El vals “Pueblito viejo” con su “lunita consentida colgada del cielo como un farolito que puso mi Dios”, es prueba categórica de la poesía en función de la música popular. De su pluma y tiple es también el primer bambuco de contenido social conocido en Colombia: “Ayer me echaron del pueblo”, que cuestiona el poder terrateniente y las prerrogativas de clase. De José A. Morales son también dos bambucos: “Campesina santandereana” y el ya referido “Yo también tuve 20 años” que llegó al público como digna alternativa de “Las mañanitas mexicanas” o el inmamable “Happy Birthday” gringo.
“Con Tirofijo cruzó senderos, llegando al Pato y al Guayabero”
Si bien el ritmo del bambuco no fue su fuerte, cuando del compendio folclórico se trata, es de obligada referencia el compositor huilense Jorge Villamil Cordovez, cuya obra consiguió posicionarse en el plano internacional a partir del pasillo “Espumas”, en la década de los sesenta. De su autoría es también “El barcino”, un tema que en su momento llegó a ser macartizado por la derecha colombiana con el argumento de que incitaba a la insurgencia armada por referirse a la historia de un toro que cruzó senderos con Tirofijo, el legendario fundador de las Farc. Con todo, este bambuco sanjuanero es imprescindible en el repertorio fiestero del país. Su persistente presencia en la vitrina de la música nacional demuestra cómo el género del bambuco obtiene mayor trascendencia en la medida en que los arreglos orquestales y la sonoridad instrumental enriquecen y liberan de la naftalina ortodoxa a todo nuestro folclor.
“Niegas con él lo que hiciste y mis sospechas te asombran”
El proceso de formalización de un ritmo resulta afectado por diversas fuentes y estilos interpretativos. Al final, quien ejerce como notario de su historia lo que hace es una versión ecléctica. El bambuco ha producido polémicas eternas, fundamentadas en los presuntos desaciertos del eminente maestro Pedro Morales Pino, cometidos en su tarea de verter este aire en una partitura, buscando una configuración rítmica que fuera prototipo. Con los años y la mirada crítica de los entendidos es inocultable que el padre del bambuco incurrió en un error escritural, puesto que le fijó un compás de 3/4 y no de 6/8 al bambuco que sirvió como modelo: “Cuatro preguntas”. Entre tanto, el maestro Luis Uribe Bueno declaró que este arquetipo, además de dificultoso, al estar en 3/4 le añade un tiempo de más, lo cual deriva en una especie de “brinquito” rítmico que obliga al cantante a adivinar en dónde debe entrar.
Alberto Upegui fue un musicólogo que, con Carmiña Gallo, su esposa, fundó la revista musical itinerante Las clásicas del amor, donde oficiaba de ameno e ilustrado comentarista. Hace unos años, en Armenia, le oí decir que aquello que es un desfase y que en lo coloquial he descrito como un brinquito, tiene un inimaginable origen: El maestro Pino, al transcribir en una partitura lo que ante su vista aparecía escrito como un puntillo era en realidad… ¡la cagarruta de una cucaracha cartagüeña! No queriendo posar de iluminado académico, negociaré con usted señor lector y dejaremos la cosa en que lo del puntillo, la transcripción y el error en el compás es “un brinquito”. Debo anotar sí, que a juicio de la vertiente académica formal, esta traslación de compases termina por castrarle al bambuco su identidad; “el aguaje” como se acostumbra decir en el argot de los músicos de a pie.
Hasta el momento de escribir estos párrafos, ninguno de mis amigos músicos consultados ha desvirtuado la anterior anécdota. Pero, dado el caso de que así no fuera, me remito entonces a otras, menos macondianas pero sí escritas y comprobadas. El centenario Claudio Arrau, pianista chileno de dimensión histórica, estuvo en Colombia hace veinte años. Y atérrense: no pudo tocar bien Cuatro preguntas y lo que leyó y trató de interpretar (afirmó Alberto Upegui) no sonaba a bambuco. También refirió que cuando produjo con su esposa el álbum fonográfico “Carmiña canta a Colombia”, la Filarmónica de Bogotá había traído un director negro, del sur de Estados Unidos, quien al oír el papa-ra-pa-pa característico preguntó: “¿Por qué le siento un tercer tiempo?” He aquí una prueba de lo afirmado en una entrevista por el ya fallecido musicólogo: lo que era un ritmo binario, el maestro Morales Pino lo convirtió en ritmo terciario.
“Si piensas que estoy errado, 60 años van de prueba”
Que los buenos bambucos deben ser hechos con una métrica perfecta y versos octosílabos, se dice, aunque esto no es camisa de fuerza que impida crear con otra métrica. Un ejemplo puede ser “Hay que sacar el diablo” (seleccionado como una de las 100 canciones del siglo veinte en Colombia) o “Esta es mi tierra”, de Eugenio Arellano. Otras obras de este formidable artista de la dinastía Arellano Becerra están escritas en endecasílabos. Además de abordar la temática social, subvirtiendo la dictadura de la industria disquera, sus composiciones son aceptadas y difundidas en los espacios abiertos a la cultura. Si la cultura no fuera regida por la economía de mercado y no mediara la dictadura del rating y el dulce encanto de la payola, otra de sus creaciones “Hermano guerrillero” sonaría diariamente en este país que necesita a sus voces cantándole a la paz (la canción puede escucharse en internet).
“Que ahí están, esos son los que venden la nación”
Una dura realidad colombiana ha sido la persistencia durante un siglo de la desigualdad y la exclusión del campesino. Aunque duele confesar que la música poco se ha ocupado del problema agrario que el mundo resolvió con el siglo veinte, los compositores nuestros que han puesto su creación en un plano de cuestionamiento, contrapuesto a la visión idílica del entorno, merecen mayor reconocimiento de su gente. Tal es el caso de un tolimense del municipio de Ortega, el maestro Pedro Jota Ramos. Su obra puso contra la pared al establecimiento. Fue notario de Ibagué y entre su producción se destacan tres composiciones: “Vivirás mi Tolima”, una guabina, y los bambucos “Dígame por qué, doctor” y “Ora sí entiendo por qué”. Este último le costó a Garzón y Collazos, sus intérpretes, la negativa de la expedición de una visa USA. Carlos Orlando Pardo ha escrito esclarecedoras páginas sobre Pedro Jota Ramos.
“Y cuando crezca y pregunte: ¿por qué en la guerra unos se matan mientras otros conversan?”
Si hablamos de un nuevo bambuco, tendremos que referimos a Guillermo Calderón, un cantautor que encarna esa nueva tendencia. Su aporte al patrimonio nacional está avalado por cuarenta y tres premios. Algo similar en lo cuantitativo al quindiano Ancízar Castrillón, pero opuesto en cuanto toca con el contenido. La obra de Guillermo Calderón resuelve de manera sólida y convincente el socorrido concepto de la inmutabilidad del folclor. Basta con oír dos o tres canciones suyas para corroborar la genialidad de este huilense y advertir qué le falta a la música colombiana. Como todo lo nuestro, paradójico e insultante, aquí los artistas no comerciales, es decir, los verdaderos, deben tener una profesión u oficio lo más distante posible del arte y la música. Los artistas, con una insignificante excepción, producto además de la rentabilidad en términos de mercado cultural, no han logrado su mínimo económico vital mediante el ejercicio del arte.
Desde los inicios como compositor supo volcar con acierto en su obra una clara determinación por la temática social. Durante la década en que emerge al panorama artístico, la cuestión social alcanzó su punto máximo de ebullición y la música popular, en especial, cumplió con el papel que las circunstancias políticas y económicas demandaban del arte. Guillermo Calderón afirma que su postura estética frente a la realidad de la inequidad y la miseria del país proviene en primera instancia de sus tempranos recuerdos que fueron marcados por el terror, el desplazamiento y una prematura orfandad. Contrario al facilismo y las precarias fórmulas que patrocina y exige la industria fonográfica, son las suyas unas canciones que se sobreponen al silencio implícito en el paisajismo del repertorio folclórico colombiano. El cantor sabe que la realidad del país debe aflorar con todos sus bemoles en sus composiciones y al margen de imperativos comerciales.
La ironía y la irreverencia están presentes en el cancionero del maestro. Son aciduladas en especial, El bachiller: “…doce años clavado en un aula sin fin/ y no soy capaz ni de sobrevivir”. O esta graciosa melodía country: “the big cowboy and his steel horse on Irak”. Daniela, otro bambuco antológico de su cosecha, destila la inquietud del padre que no sabe cómo responderle a su pequeña: “Y cuando crezca y pregunte/ ¿por qué en la guerra/ unos se matan mientras otros conversan/ por qué otros niños viven bajo la tierra/ por qué unos tienen y otros no?” Sería injusto omitir uno de los bambucos que contribuyeron a consolidar su prestigio entre la cualificada asistencia de los festivales: Mi país: “…cuando vuela en pedazos cada ciudad/ cuando el veneno blanco se va esparciendo/ cuando en tu nombre reina la impunidad/ cuando tus hijos van desapareciendo/ cómo duele, oh! Mi país”/.”
“Fingiendo perros que ladran lame el viento el empedrado que añora, sobre su lomo, un huracán de caballos”
Resulta inevitable que el recorrido por un retazo de nuestra historia musical exhiba más omisiones que aciertos. Pero sería un traidor del sentimentario colombiano si olvidara ocuparme aquí del maestro Luis Carlos González, nuestro bambuquero mayor. Creo que es al bambuco lo que Homero Manzi es al tango. Le aportó su infatigable pluma a sesenta bambucos, donde reinó el octosílabo que, tildado de arte menor en el canon poético, adquirió bajo su inspiración la mayor altura en toda la extensión del cancionero patrio. Se negó a que se le considera un poeta. Su versificación es un referente obligado para quien pretenda adentrarse en la autoría de letras. De métrica intachable, el uso del verso asonante es otra de las virtudes perceptibles en su producción, musicalizada por una docena de compositores. Nunca, que se sepa, la poesía popular ha provocado tantas polémicas como ha sucedido con una frase de “La Ruana”:
“(…) y con el perro andariego/ que se tragó las montañas”.
Esta frase demuestra el significado que puede darle un simple plural a un verso, porque desde Obdulio y Julián hasta esta semana en La Voz Kids, sus intérpretes cantan: “que se tragó la montaña”. Y la cosa es al revés: fue el perro andariego que se las tragó; nunca que la montaña se tragó al perro. Este bambuco de 1947, y los demás de este autor pereirano, consigue la altura de la buena poesía sin abandonar la sencillez, propia de quien fue reacio a los homenajes, la pompa y la vitrina. Cierto día el presidente Belisario Betancur lo sorprendió con una inesperada visita: el gobierno nacional le otorgó la Cruz de Boyacá. El Banco de la República bautizó una sala cultural con su nombre. Su corazón no pudo con tanto honor y murió ese 17 de agosto de 1985.
“Murió mirando la vida que entre sus manos moría”
Un calarqueño, Nelson Osorio Marín, puso a navegar su poesía en la brava corriente de los años setenta, justo la época en que nuestra juventud quiso reeditar el sueño aplazado de la equidad social. Artistas como Arnulfo Briceño, Eliana, Luis Gabriel y Norman y Darío, interpretaron sus temas. Sin embargo, uno de sus bambucos, “Ricardo Semillas”, en 1971, le abrió camino a su trabajo, musicalizado de la mano de un dúo de sardinos: Ana y Jaime. Era la Colombia que le hacía guiños a los sueños de una insurgencia que, al final, convirtió las simpatías de la juventud de ayer en el repudio de hoy. Aunque la ideología, métodos, actores y seguidores quedaron rezagados de la historia, las causas siguen ahí y sobreviven con todas sus heridas. Este y otros de sus bambucos como “Este viento amor” representan la canción militante que, para bien o para mal, subvirtió el folclor.
“Aparecen en elecciones unos que llaman caudillos que andan prometiendo escuelas y puentes donde no hay ríos”
Dentro de los terrenos del arte no resulta extraño que una sola obra sea suficiente para que el artista deje su impronta en una época, un estilo y un género determinado. En literatura basta con El llano en llamas de Rulfo. En lo que compete a Colombia y su música, uno de los últimos bambucos que fueron éxito es “A quién engañas abuelo”, del cantautor Arnulfo Briceño. En su variada producción solo esta canción está escrita en ritmo de bambuco. Se trata de una diatriba contra los políticos, el odio partidista y la violencia. Nacido en Cúcuta, su mayor inspiración fue el llano, su geografía e historia, como lo atestigua su composición “Ay mi llanura”, adoptada como himno del departamento del Meta. Sus creaciones constituyen un argumento más en favor del proceso de cualificación de muestra música, por décadas postrada ante la voracidad envilecedora de la industria del espectáculo.
“Y pa enseñarlo a ser hombre lo echaban pa los infiernos”
El Quindío, un departamento menor de medio siglo, ha tenido que vestir su música con la ropa heredada de sus mayores, que son Caldas, Antioquia y en menor proporción otras regiones que participaron de la colonización del Eje Cafetero. Un enfoque de primer plano nos permite establecer un límite entre el Quindío previo a su independencia y otro, el contemporáneo. Las consideraciones anteriores han de servir para que suban a la tarima los dos autores y compositores de mayor peso y trascendencia: Bernardo Gutiérrez H. y Ancízar Castrillón Santa. Podrá tildarse de injusta la omisión de otros excelentes compositores del Quindío, pero un escrito limitado en extensión impide citarlos a todos y, menos, reseñar sus obras y trayectorias. De otra parte el éxito de unos y otros, medido en términos de divulgación y mercadeo, es por igual injusto, porque de lo cuantitativo a lo cualitativo hay mucho camino para andar.
“Porque en esta soledad en la que ahora estoy viviendo
mi tiple sabe de mí cosas que a nadie le cuento”
Bernardo Gutiérrez H. es un personaje que debe considerarse la figura fundacional del bambuco quindiano. Suyos son dos temas que asisten el discurrir de la historia regional: “Hágame un tiple maestro” y “La nigua”. Este último, sin duda, el ícono de la picaresca bambuquera paisa. La mayoría de sus versos fueron musicalizados por los legendarios Hermanos Moncada, que le dieron su nombre a un concurso nacional de duetos que se celebra en Armenia. Terminando el siglo veinte, se produjo el relevo de la composición en el ámbito quindiano con la irrupción del maestro Ancízar Castrillón Santa en cuanto concurso se realiza en el territorio colombiano. Su obra le ha deparado más de cuarenta premios nacionales, un número que conlleva sobrada elocuencia en torno a su quehacer artístico. En menor escala pero con mayor impacto en lo internacional, son de necesaria mención otros artistas quindianos: Luis Moreno y José Rubén Márquez.
Tocando la coda de estas reflexiones alrededor de la vida, pasión y agonía del bambuco, se hace imperativo señalar en dónde estuvieron las fallas; por acción u omisión qué o quiénes son los culpables de su exclusión en la parrilla radial y del espectáculo. Por mi parte creo que el desmadre es culpa de todos: de músicos, compositores, cantantes y gestores culturales. Pero, por encima de todo, el determinador de la agonía bambuquera es el sistema educativo y cultural del establecimiento, silente ante un modelo económico y una ética comercial que a su vez es aceitada por el delictual soborno de nombre universal: la payola, que no es otra cosa que pagar por sonar. Simple es comprender que lo que no suena no gusta y en la ejecución de la tarea de embutir la música y sus ídolos, la publicidad hace realidad la teoría de los reflejos condicionados de Pavlov.
Puede argüirse, bajo una mirada institucional, que la creación musical andina del país se mueve de la mano de jóvenes y viejos y que ahí está el centenar de festivales y concursos para demostrar esa patriótica supervivencia. Y puede ser cierto, con la salvedad de que los bambucos y expresiones andinas, terminaron por estar condenadas a la ineditez; vale decirlo de otro modo: lo folclórico e incluso las nuevas expresiones pierden su virginidad solo de festival en festival. Su posibilidad vital de mostrarse está reducida a los tablados y auditorios de aquellos afortunados certámenes subvencionados por el Estado. La música andina, entonces, tiene una existencia que se cumple de tranco en tranco gracias a una agenda cultural. Mientras tanto, su majestad el mercadeo, el rating, la payola y sus hijos mimados: el despecho y el reguetón, siguen acaballados en el dial y engordando los bolsillos de comerciantes y mercenarios musicales.