Crónica escrita por Enrrique Álvaro González
Hay diferentes formas de contar una historia, pero la más diciente a pesar de su mutismo, la cuentan las fotos. Ellas traen consigo la nostalgia de los tiempos idos, pues de alguna manera persisten en la imagen con toda su carga de significados.
La primera, evoca la llegada de la familia a la capital del país, después de sufrir el desplazamiento de la violencia partidista desatada en los años cincuenta, tras el magnicidio de quien decía no ser un hombre sino un pueblo. En la imagen está mi madre, ataviada como lo exigía el frío de la ciudad y con un corte impuesto por la moda del naciente Hoolliwood.
Pasados unos cinco años, vemos en la foto a la primera generación nacida en la ciudad. Somos mi hermano mayor y yo, frente al histórico templo de San Francisco, supongo que después de misa. Lo digo por el corbatín que solo para estos eventos lucía mi hermano. No pasemos por alto que los automóviles del fondo también fueron últimos modelos de aquellos años 57 o 58.
Las dos fotografías que siguen, 3 y 4, muestran mi crecimiento. En una intento mostrar mi independencia con las manos en los bolsillos y en la otra presumo de vaquero sobre un caballo de utilería en el parque nacional, único lugar accesible a la pobre economía de la familia en los días de paseo dominical.
Ahora, en la foto número cinco, cuatro de mis tíos lucen la pinta exigida en un paseo por el llamado sitio de comidas “Cuatro vientos”, en el barrio Santander de entonces. Se puede ver que no escatimaban esfuerzo para estar al día con la moda de corbata, pisa corbata, saco apuntado y el peinado partido por la “carrera” separada con la peinilla.
En la gráfica número seis, destaco varias cosas. En primer lugar el vestido que más recuerdo de mi madre, porque siempre creí que era en piel de leopardo, lo que ella jamás se preocupó por desmentir. En segundo, un artículo olvidado. Es el pedestal que se ve al fondo, sobre el cual se encaramaba el policía de tráfico, llamado por los bogotanos “Chupa”, a dirigir la movilidad vehicular y la tercera, es la sombrilla que cargaba mi madre para la lluvia o el sol. En estas calendas ya la familia se había aposentado en la urbe y cada quien tomaba su propio camino.
Las fotos 7, 8 y 9, enmarcan una etapa de gran dolor en la familia, que ya para entonces se había menguado a mi madre, mi hermano y yo, pues el resto de los mayores, se debatía en su propia búsqueda. Las gráficas recuerdan la fuga de mi hermano de la casa. De la siete, mamá sacó la figura de él para publicarla en el Tiempo con el aviso de “se busca niño extraviado”. En la ocho, estoy yo durante la ausencia de mi hermano que duró cuatro años y la nueve, nos muestra de nuevo a los tres, el primer domingo después de su regreso, en dos triciclos alquilados, de nuevo en el parque nacional.
Y aquí, en esta última fotografía, vemos el salto temporal que di. Se debe a que si seguimos paso a paso con la historia, no nos alcanzarían estos momentos. Cierro entonces diciendo que el tiempo pasó y cincuenta años después de aquel desplazamiento hacia la ciudad, los sueños se han cumplido en parte. Los que no, es porque se cambiaron por otros o porque a fin de cuentas no se logró el objetivo. Pero lo que sí podemos asegurar, es que la lucha continúa y ahora, como se ve, hay otras generaciones, otros sueños y seguirán siendo las fotos las que continúen guardando el mejor testimonio.