Por Héctor Neira Rangel
Efe / EL QUINDIANO
En Florencia, capital del departamento colombiano del Caquetá y rodeado de montañas está La Ilusión, un asentamiento irregular en el que viven 500 familias formadas por víctimas o victimarios del conflicto armado y cuyo espíritu de reconciliación es modelo para el país.
El barrio comenzó a formarse en 2011 cuando familias que de una u otra forma habían estado vinculadas al conflicto invadieron terrenos de lo que, con la esperanza de una vida mejor, llamaron barrio La Ilusión, y cuando se dieron cuenta estaban juntos en esa empresa víctimas y exintegrantes de la guerrilla de las FARC.
Las calles de arena y piedras a cuyos costados se ven casas construidas con tablas de madera y techos con láminas de zinc dan al barrio la apariencia de uno más entre los muchos de las zonas marginales de las ciudades colombianas.
El intenso calor del día y los torrenciales aguaceros nocturnos hacen más dura la vida de sus habitantes, quienes a pesar de la precariedad mantienen la esperanza de que el Gobierno les otorgue la licencia de legalidad a su barrio.
Por ahora reciben ayuda del programa "Vamos Colombia" de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid), la Asociación Nacional de Empresarios de Colombia (Andi) y la ONG ACDI/VOCA, que mediante voluntariado hacen obras sociales en comunidades vulnerables.
Neira Plazas Rivas, presidenta de la Junta de Acción Comunal de La Ilusión, llegó al barrio hace siete años, con los primeros pobladores, y como muchos desplazados que allí habitan sufrió en varias ocasiones la violencia del conflicto.
Por esa violencia se vio obligada a abandonar su hogar dos veces y a comenzar su vida desde cero con tal de proteger a sus hijos.
"Como no quisimos dejar que nuestros hijos se fueran con ellos (las FARC), nos sacaron de allá", cuenta.
Como líder social, Plazas insiste en que a pesar de todo el daño ocasionado por la guerrilla, esta es una situación propicia para reconciliarse y perdonar, y asegura: "es algo que todos debemos hacer por el futuro de los niños".
Para ganarse la vida, los moradores del barrio se dedican a trabajos informales como la venta ambulante, el transporte en motocicletas e incluso la prostitución, pero asegura que como el dinero no alcanza, muchos deben recurrir a los usureros.
"El trabajo escasea, muchas son madres cabeza de hogar porque a la mayoría de los maridos los mataron o se los llevó la guerrilla y casi todos hacemos mototaxi, o venden guarapo; aquí todo el mundo vive de los 'gota a gota' (prestamistas que cobran el interés diario)", afirma.
Respecto a la convivencia con exguerrilleros en proceso de reincorporación, la mujer dice que todavía "hay mucha gente a la que le da temor" y entiende a aquellos que no se sienten capaces de perdonar a quienes les hicieron daño.
Como si no fuera suficiente el tener que abandonar su hogar y no contar con un empleo que le brinde garantías, Plazas recuerda con lágrimas en los ojos a uno de sus seis hermanos que hace años se unió a la guerrilla.
Asegura que por encima de las "malas decisiones" que haya tomado, sigue queriendo a su hermano, de quien dice: "no sé si está muerto, no sé si vive".
"Hay que perdonar y estamos en ese proceso, que nos apoyemos entre todos y tengamos una Colombia en paz", subraya.
Sin embargo, en el barrio también hay quienes están en desacuerdo con el proceso de paz con las FARC y con tener que compartir vecindario con quienes pertenecieron a la guerrilla que les quitó todo.
Angie Palacios, que hizo parte de las FARC por 23 años, siente mucha discriminación hacia quienes están en proceso de reincorporación, especialmente al momento de buscar un trabajo.
Cuenta cómo en una panadería a la que fue buscando empleo le dijeron que "a un desmovilizado no le daban trabajo ahí", y explica que, como ella, muchos que estuvieron en las FARC no lo hicieron por voluntad propia sino obligados o engañados.
"Ingresé a la guerrilla porque mi mamá me dejó sola, abandonada; yo trabajaba cogiendo hoja de coca. Los milicianos me empezaron a invitar y yo me dejé convencer porque ya estaba cansada; dijeron que me iban a dar el estudio que era lo que yo mas quería", afirma.
Palacios entiende que la guerrilla arruinó y acabó muchas vidas, pero pese a ello reclama con tristeza: "No deberían discriminarnos porque nosotros ya somos civiles, ya no somos personas como lo éramos (guerrilleros)".
No obstante, expresa que desde que dejó la guerrilla "vive bien" y está feliz de poder estar con sus hijos y que lo que más quiere ahora es que el Gobierno le ayude con una vivienda o que el barrio pueda constituirse legalmente.