Crónica: Mi primera escuela

1 enero 2018 11:23 am

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Escrita por Pedro Elías Martínez

Cuando cumplí cuatro años mi madre me compró ropa de estreno, los pantalones de una tela llamada gabardina, con tirantas elásticas que entonces estaban de moda. (La foto fue tomada con una cámara antigua, donde el fotógrafo metía la cabeza por dentro).

Al año siguiente ya sabía leer porque me había enseñado uno de los comensales que tenía mi madre Trinidad, que por ese tiempo vendía comidas y chorizos en la casa donde vivíamos en Contratación, Santander. No había entonces allí escuela pública todavía y mi madre me inscribió en la escuela que tenía la señorita Teotiste Quintero, que cobraba un peso mensual de pensión.

Las lecciones había que aprenderlas de memoria y al que no las aprendía la señorita Teotiste le hacía poner la mano abierta para darle golpes en la palma de la mano con una tabla llamada férula. Apenas llegué los compañeros me enseñaron que cuando la maestra pasaba al alumno al frente a su lado y ella se sentaba con el libro para tomar la lección, uno se hacía atrás, cerca del hombro de ella e iba leyendo las respuestas: «¿Eres cristiano? Sí, soy cristiano por la gracia de Dios. ¿Qué quiere decir cristiano? Cristiano quiere decir hombre de Cristo». Y así.

Poco tiempo duré en la escuela de la anciana señorita porque dos hermanos de apellido Nieto me empujaron contra una pared y me partieron la pizarra que cargaba atada a la espalda en un bolso de tela.

La pizarra consistía en una losa delgada negra, de alrededor de 9 x 12 cm con un marco de madera, que se utilizaban para que los niños practicaran la escritura. Se escribía en ella con una delgada varilla también de pizarra llamada gis, que dejaba una línea blanca. El gis se rompía si se dejaba caer. Lo escrito en la pizarra se borraba con una almohadilla humedecida con agua.

Mi madre me cambió de escuela. y fui a dar a la clase de don Luis Ramón Torrado que había sido actor de teatro y era oriundo del Norte de Santander.

El alumno de esta historia está en primera fila, el segundo de derecha a izquierda).

Don Luis matizaba sus clases con efectos dramáticos. Recuerdo que los sábados por la mañana era la clase de religión. Al explicar a los alumnos, de seis y siete años, que el infierno era un lugar de fuego eterno de donde nadie podía salir, decía que los condenados cada mil años preguntaban «¿Y cuándo saldremos de aquí?. Y una voz profunda, terrible, cavernosa, respondía entre las paredes del infierno: ¡Nunca! ¡Nunca!» Los pequeños asistentes acabábamos temblando y uno que otro pedía permiso para ir al baño.

A las diez de la mañana, había siempre un ritual alimenticio. La esposa de don Luis, doña Rosaura, le llevaba un vaso de jugo de naranja al corredor que era el salón de clase. Don Luis se ponía de pie, con gran ceremonia, con la mano derecha sostenía el vaso en alto y haciendo un ofrecimiento en círculo nos miraba y decía: «Niños, aquí hay para todos». Y los alumnos debíamos responder en coro: «¡Que le aproveche don Luis!»

 

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