Una crónica de Luis Carlos Vélez Barrios
El teatro parroquial ocupaba un lote promedio de sesenta metros cuadrados en la esquina donde hoy funciona el parqueadero de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Más parecía una inmensa y pésima bodega, construida con esterillas, guaduas y tejas viejas de Eternit, tal vez donadas por los feligreses. Al frente, en el segundo piso, ventanas pequeñas, a los costados, otras alargadas, enrejadas con cortinas oscuras, permitían la ventilación del cuarto de cámaras y salones del público.
En la parte trasera del teatro, el convento de monjas vestidas de gris y cofias blancas. Vecino a la entrada, el taller de reparación de radios y televisión, propiedad del experto diplomado por la Hempill Schools, que no cesaba un momento en ensayar los parlantes de los electrodomésticos.
A un lado del taller, la cerca de guadua, cambiada cada tantos años, que impedía la entrada a la iglesia inconclusa, su escasa altura dejaba ver las varillas de hierro enmohecidas que sobresalían de las columnas, los andamios de guadua cayendo a pedazos, las paredes de piedra aún en sus formaletas de madera podrida, y al fondo, el inmenso agujero central donde sería incrustado el vitral de imágenes religiosas.
Bajo la sala de proyección, un pequeño negocio de cafetería, mal surtido y peor administrado, célebre por sus helados de agua con sabores a piña, uva y limón. Era fácil reconocer que los niños preferían el de uva, porque entraban al teatro con los labios morados.
Con carteleras de afiches arrugados y manchados, el teatro anunciaba entre otras películas para sábado y domingo, el “estreno”, por enésima vez, de El pantano de las ánimas, con Gastón Santos, en doblete con El enmascarado de plata contra los zombis. Las carteleras sencillas hacían ínfima competencia a las carteleras de cristal iluminadas del Yanuba, Izcandé o Bolívar.
El teatro dependía de las películas mejicanas, prestadas o compradas a otros teatros de bajo estrato de Armenia como el Tigreros y Colombia.
La taquilla, un agujero con barrotes mohosos, apenas dejaba ver el rostro hermoso de la vendedora de tiquetes y sus manos de uñas esmaltadas.
Nunca hubo fila en la entrada a luneta, provista de “lujosas” sillas individuales, plegables y distribuidas en niveles. Luneta estaba reservada al cinefilo de clase media baja, cuyo salario le permitía entre otros “lujos”, invitar a la novia con la familia, dos o tres amigos feos o mal vestidos para evitar la competencia. El novio y su séquito de invitados entraban con tal provisión, que parecían tiendas ambulantes de golosinas, tipo Almacenes El Búfalo y La Exposición.
La entrada barata no ofrecía estas comodidades. Las bancas viejas, desechadas por el padre Francisco Betancourt, servían de silletería a los espectadores de tercera a última categoría que, aparte de no tener en el bolsillo lo suficiente para golosinas, ni invitar a nadie, y querían una mejor visión a la pantalla, debían alzar el pescuezo a derecha e izquierda, y hacer caso omiso a los gritos: “Mueva la cabeza, cabezón”; “La mueve o se la muevo”.
El portero, menos el operario, tampoco el padre Betancourt, podían ni se atrevían a remediar esta situación. Bastaba que adelante un espectador moviera la cabeza, para generar un nuevo efecto dominó de movimientos y voces.
La entrada al gallinero tuvo como portero, por muchos años, al señor delgado, de cejas espesas, manos enjutas, que ofició también como operario en la construcción de la iglesia, y que murió un lunes por la tarde, al caer de un andamio de guaduas podridas.
Espectadores y muchachotes camorreros, sacaban a punta de flatulencias forzadas a los bien educados de la cola que acompañados o solos, no se atrevían a protestar para quedarse con sus puestos.
Las emanaciones del orinal, dispersadas por ventiladores, apestaban democráticamente a todos, e impregnaban el ambiente de un olor a caballeriza. Otros malos olores tampoco respetaban parejas de novios ni canas de la tercera edad.
La tardanza para iniciar la presentación generaba protestas, sólo cuando las luces se apagaban para los trailers o cortos, que eran las escenas seleccionadas de las películas anunciadas en cartelera, el vocerío disminuía pero continuaban los comentarios en voz baja, grititos femeniles y propuestas solapadas. Si alguien se atrevía a pedir silencio, debía callarse de inmediato, ante la amenaza de “si es tan verraco venga y me calla”.
Luis Aguilar, Pedro Infante, Antonio Aguilar, Joaquín Cordero, Javier Solís, Miguel Aceves Mejía, Julio Alemán, animaban la pantalla con trompadas, balaceras, y mucho tequila. Los galopes terminaban en serenatas a los balcones de Angélica María, Consuelo y Lorena Velásquez, María Félix o la legendaria y longeva Libertad Lamarque.
La estampa bonachona de la “eterna abuela” Sara García, las muecas de Viruta y Capulina, el habla enrevesada de Cantinflas, o las manos regordetas en actitud de oración de Fernando Soto “Mantequilla”, despertaban, según las escena, miradas de ternura o de risa entre pobres y ricos.
Estaba prohibido fumar. Bastaba que alguien del gallinero mirara hacia luneta y viera volutas de humo atravesar los haces de luz de la proyección, para que gritara:
“Apague el pucho malparido, respete”, “Métaselo por…”; “Venga y me lo mete”.
Las cosas se ponían feas si la voz de los actores distorsionaba. Si las imágenes se desfiguraban, las luces del teatro se encendían, y se escuchaban madrazos, silbidos, protestas. Mientras los operarios remendaban las averías por el derretimiento de los viejos celuloides, la música instrumental intentaba en vano, por repetitiva, calmar los ánimos.
“Malparido, suelte la taquillera”, era la burla sabida que aparte de acelerar la reparación, tenía la velada intención de hacer creer que entre la taquillera y el operador, existía un romance.
La paz y el silencio volvían cuando las luces se apagaban y la película, saltando algunas escenas, continuaba entre pequeños sobresaltos del público hasta su final. Las luces se encendían, los espectadores de luneta salían en fila. Los del gallinero, en medio de gritos, patadas y estrujones. Poco a poco el teatro parroquial quedaba vacío en la semioscuridad.
Ubico mis recuerdos en el domingo triste en que no pude ingresar porque, jugando a los cinco huecos, arriesgué y perdí las monedas de mi entrada con los tahúres que como gallinazos, acechaban incautos en las escalas de tierra que llevaban a la entrada. Tuve que consolarme con las dos o tres que me dejaron, para leer en el local de revistas de enfrente, las aventuras de Tarzán, Superman, El llanero solitario, El halcón negro y El enmascarado de plata.