Daniel Ferreira
Manuel Marulanda Vélez, cofundador de las Farc, le contó a Arturo Alape lo ocurrido en Betania, Valle, en los mismos años en que se sitúa cronológicamente una buena parte de Bajo el cielo sucio: “Masacraron a todo el mundo, porque le metieron policía, pájaros, ejército, totalmente equipados, y lo destruyeron todo a su paso, lo quemaron todo; mejor dicho, lo que uno sabe es que les dieron muerte por lo menos a trescientos liberales. Luego fue la desbandada de la resistencia, los sobrevivientes difundieron lo sucedido. Es un recuerdo que se lleva en la sangre por siempre y corre por ella…”. “Ya ahí sí me puse a pensar distinto. Dije: esta situación está muy complicada, parece que todo cambió de carácter, entonces hay que buscar una solución. Si nos quedamos así nos van a matar a todos. El cuerpo ya no resiste más humillaciones”. No dejo de pensar que El Vampirito y el Visitador de Bajo el cielo sucio son una suerte de Chimbilás, es decir sicarios sectarios del régimen que participaron en la realidad de Colombia en masacres y en miles de asesinatos selectivos.
En la novela se menciona (de soslayo) que uno de los enemigos declarados objetivo militar por los Pájaros era justo un tipo de apellido Marín (¿Pedro Antonio?). Lo que me lleva a pensar que la novela busca un efecto inverso al de verificar la realidad histórica: convierte en secundarios los personajes históricos y focaliza en un nuevo primer nivel a aquellos que no figuran. Solórzano impone un pie de página de microhistoria, o de historia apócrifa, a la realidad.
El narrador de la novela hace las veces también de relator de una historia oral, oída a los protagonistas de la barbarie y puesta como contrapunto a la narración principal. Tres historias se entretejen en Bajo el cielo sucio: el devenir de la familia Solórzano en las oleadas de colonos de comienzos del siglo XX, la época en que los pueblos del Quindío estaban asediados por hordas de asesinos políticos y la historia de Albania, una niña sometida por otro tipo de violencia: la sexual.
Es sutil el velo que ha puesto José Nodier Solórzano entre historia y ficción y se basa en la elipsis. Cambiará el sentido según la relación o información que los lectores tengan con una realidad concreta y olvidada, o más o menos olvidada (la violencia bipartidista) y la realidad literaria. Solo por mencionar dos novelas destacadas sobre la Violencia Bipartidista, Viento seco de Daniel Caicedo y Cóndores no entierran todos los días de Gardeazábal ya eran novelas clásicas que habían retomado el genocidio de los paramilitares conservadores llamados Pájaros y su demencia sectaria en el norte del Valle y del Quindío. Alfredo Molano y Arturo Alape como cronistas y relatores, consiguieron testimonios directos de perpetradores y sobrevivientes de la barbarie desatada por asesinos como León María El Cóndor y el vampiro Chimbilá. Ahora José Nodier Solórzano escribe con una óptica distinta a los anteriores, pero sitúa su relato la misma época de La Violencia, en el corazón de las familias quindianas.
La inserción de relatos orales en esta novela da un sentido testimonial a la narración. La integración de voces al relato crea una función de verificación que te lleva como lector en un verdadero aprieto o situación de contrariedad moral, al no poder diferenciar si aquello que se está leyendo proviene de realidades testificadas o de invenciones sobre una realidad porosa.
Soy de los que asumen que una novela es ficción aunque el novelista se sitúe en una corriente histórica o realista. Mientras intento poner en orden mi propio cuestionamiento sobre lo sabido sobre ese pasado histórico (la violencia bipartidista) y lo leído ahora, en 2019, en una ficción como esta, repaso algunas de las escenas más brutales de la novela y el efecto que tienen en mí esa lectura de barbarie pormenorizada.
Uno de los momentos de crueldad mayor en esta novela donde la violencia solo se detiene en los devaneos imaginarios (leyendas históricas) que el narrador impone a la protagonista, se da cuando una mujer inflige a otra un aborto por orden del marido (Elías, El Visitador). Es una escena tan brutal que me recuerda la brutalidad faulkneriana de Luz de agosto cuando el negro Joe Christmas es torturado en el granero por su amo y ninguno de los dos da muestras de debilidad, sino que se acogen a la brutalidad como un orden establecido donde la función del amo es torturar y la del esclavo el ser torturado. En la “escena del aborto” en Bajo el cielo sucio la función “castigo” del amo es trasladada a la sirvienta y la violencia que ejerce la sirvienta sobre la mujer de su patrón (aparentemente la barbarie que veremos en las siguientes páginas la ejerce una mujer sobre otra mujer) revela un orden patriarcal profundo y diseminado en toda la historia de esta novela, pero en un plano mayor, de la violencia social y política de Colombia que es en esencia patriarcal.
La violencia bipartidista fue también una violencia machista. Y esta novela lo explora en sus varias historias de familias violentadas por sus propios parientes y examina el efecto en el destino patriarcal de una familia que puede ser cualquiera.
El narrador de Bajo el cielo sucio recae cada tanto en la distorsión que sobre la mujer tiene ese orden patriarcal en que está inmerso. No lo cuestiona, porque tampoco puede verlo. Por momentos parece empeñado en describir solo su deseo y el asedio a una mujer joven en pleno cataclismo telúrico.
La mujer, su existencia, su remarcada capacidad para trabajar, cuidar, agradar, todas las fuerzas que gobiernan la aparente autonomía de estas mujeres imaginarias que participaron en la colonización cafetera solo muestra su funcionalidad con respecto a un objetivo biológico: parir. Cada personaje masculino en la historia reafirma un orden de explotación y segregación que recae en el botín del cuerpo de una mujer. Todas las mujeres que aparecen en la historia están determinadas por la función biológica y expuestas a diversos vejámenes.
Cualquier forma de relación es ejercida sin un acuerdo; no bajo el cielo sucio, sino bajo el sometimiento, la explotación, la represión y todo tipo de violencia. Desde la que pare 14 hijos como único desarrollo personal, a la que es obligada a abortar por celos del patriarca, desde la que aparentemente gobierna a su gobernante al acatar su régimen sin ver los hilos sutiles del sometimiento que gobierna su acción hasta la protagonista que es secuestrada por el último coletazo de un patrón de conducta que no se interrumpe durante más de tres generaciones y que no tiene que perpetrar masacres para ser violento. El punto de vista elegido por el autor para conseguir el lugar de enunciación del narrador sublima la gesticulación del patriarca y desfigura a la mujer como un ser frágil donde el macho solo ve un objeto. El narrador imagina pensamientos “femeninos” donde no existe ninguna autonomía, ni igualdad. Entiende la realidad de las mujeres como fragilidad o inferioridad, inventa talentos para tazar la calidad de la carne, desestima y parodia el desastre natural del terremoto porque no puede sobreponerse al objeto del deseo, y poco a poco va encontrando justificaciones para hacer de Albania, la protagonista del libro, la última víctima (sexual) de un sistema social y político que se refleja al interior de aquella historia familiar que se remonta al siglo XIX
Hay muchos pasajes que muestran la vocación de paisajista y las retóricas populares y la mirada poética de los detalles y la reafirmación de narrar una historia desde la geografía regional (una estética a la que ha sido fiel Solórzano y que tuvo un gran despliegue en su novela anterior La Secreta). En esta, por destacar un detalle, el paisaje del Quindío es evocado con la misma contundencia con que es evocada la destrucción de las modificaciones humanas durante el terremoto de 1999. Hay, sin embargo, ahora un estilo irregular, como si la novela hubiera sido escrita en distintas épocas y en estado de distracción. Hay frases que contienen la contundencia de las sentencias poéticas y filosóficas de quienes descifran la vida cotidiana, pero hay otras que recaen en la cursilería viril de los que han tragado crudo a Nabokov o a Philip Roth: “Para mis deseos enquistados en las premuras de mis obsesiones era una oportunidad que me permitía llegar al fondo de su corazón”. “Las mujeres, a pesar de ellas mismas, de sus dulzuras o de sus gracias, siempre son excusa para matarnos entre los hombres”. “Albania experimentaba, como muchas mujeres, ganas irrefrenables por el macho pequeño que encima de un caballo blanco, en la historia y en las novelas, liberaba naciones y las creaba con el soplo de sus pulmones cariados de tuberculosis”, pero imagino que algunas son un intento de cifrar la idiosincrasia en los prejuicios más sobresalientes.
La historia de la violencia bipartidista es un capítulo más del machismo colombiano. Leemos esas historias, esas novelas, esas crónicas, esos testimonios, como si lo importante fuese determinar la identidad de los perpetradores y el efecto político en el monopolio del poder hecho por las oligarquías. Pero omitimos las implicaciones que tuvo la organización metódica de la explotación en la vida cotidiana. Esta novela plantea una mirada sobre los individuos que no son protagonistas de la historia política, sino desencadenantes de otras violencias domésticas interiorizadas que determinan nuestro presente y el futuro. La novela cuenta la colonización del Quindío revisando el despojo a sus habitantes originarios, los desplazamientos poblacionales que atrajeron pioneros y nuevas violencias por el monopolio de la tierra durante la Guerra de los mil días y los avatares de los clanes que resistieron durante el sectarismo oleadas de asesinatos y alteraciones de todo tipo de orden social. Incluso la sublimación de la sexualidad masculina evocada en las fantasías que elabora el narrador sobre la figura de Bolívar como el ícono tutelar de la supremacía patriarcal: el libertador que funda la grandeza de la patria violando mujeres jóvenes.
Es curioso, sin embargo, que este desciframiento del orden patriarcal no reciba un cuestionamiento desde el punto de vista del narrador, empecinado en explicar la insensatez de su deseo bolivariano (léase falocentrista) por una muchacha. Si un lector capta un defecto moral en el narrador supondrá que el defecto moral pertenece también al autor, de manera que la función de la realidad literaria se rompe por momentos.
El alivio para el lector es decirse: “es solo una novela y no una biografía”; lo cual es también un defecto moral, este sí personal: la historia de cada familia, la tuya, la mía, se ha construido sobre un universo patriarcal que no logramos ver porque es el lugar desde el cual estamos observándolo todo.