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Cultura  |  19 enero de 2020  |  12:01 AM |  Escrito por: Rubiela Tapazco Arenas

Relato: Recuerdos Negros

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Este texto fue escrito por Hugo Betancur, integrante de la tertulia Café y Letras Renata.

Yo era un niño de finca, hijo de campesinos, con muy poca información sobre el mundo. En ese tiempo ya existía la fotografía, pero era incipiente, lo que había eran unas máquinas de cajón que ponían sobre un trípode, al lado una ponchera con agua y la foto era instantánea.

Había un señor negro llamado Victoriano que iba por las fincas prestando el servicio de fotografías para los campesinos. Un día nos dijeron a nosotros que iba venir un señor a tomar fotos, entonces nos organizaron a todos en el patio, los primos, los hermanos, casi todos de la misma edad y efectivamente llegó el señor. Un hombre alto, moreno y yo empecé a preguntarle:

– ¿Y esto qué es?– El colocó bien la cámara, el trípode, todo, pero además le puso un trapo negro y se metió dentro de ese trapo y ahí fue cuando yo me fui, porque eso me dio un susto tremendo. Pues me perdí, no volví, porque eso para mí era algo muy raro.

Quince días después, un sábado, desde un altico de la finca de donde se veía el camino, alguien lo vio venir y dijo, “ahí viene Victoriano”, y yo inmediatamente me fui pal monte, porque eso de que el señor fuera negro y se metiera dentro de un trapo negro y sin saber para qué, para mí era lo más espantoso del mundo.

Por esa razón yo no quedé en ninguna foto de esas, que hoy todavía existen, pero el caso es que cuando llegaba Victoriano, yo me iba pal monte y me subía a un árbol del que miraba cuando él se fuera y ahí sí bajaba, por eso nunca me pudieron tomar una foto, por lo menos a esa edad, que yo tenía por ahí cuatro años.

Eso pasó en Belén de umbría. Yo no sabía qué era una foto y cuando lo vi meter en ese trapo negro me pareció muy raro. Mi mamá me explicaba después, cuando llegaban las fotos de qué se trataba la cuestión y me decía: “mire cómo quedaron de bonitas y usted no salió por bobo”.

Ya después en la medida que fui creciendo pues esa bobada pasó, pero en esos años me daba pánico, me afectaba. Después, ya me parecía algo típico y me hice tomar muchas. En Medellín, por ejemplo, había señores que trabajaban con eso de las fotos en los parques.

La primera foto me la vinieron a tomar en la misma finca con una cámara de esas que tenían rollo pero ya no eran instantáneas y había que revelarlas en Pereira y esperar quince días para ver cómo quedaba uno, pero eso ya era otra cosa. Una tía se compró una camarita de esas y eso era un lujo que muchas veces disfrutamos en la familia.

Con el tiempo llegamos a vivir aquí al poblado con mi señora y en los primeros años, por ahí hasta el 2004 o algo así, hicimos un pesebre en el barranco frente a la casa y de la parroquia venía el sacerdote una vez a la semana, rezaba la novena y oficiaba la misa, pero ya después fue doña Blanca la que empezó con el pesebre comunal. Precisamente en una de esas novenas, recuerdo que alguien esperó a que pasaran las doce del veinticuatro de diciembre y se llevaron el niño y algunos santos del pesebre.

En ese tiempo hacíamos una natilla para todos arriba en la cuadra donde vivimos nosotros, pues yo tengo fama de ser buen natillero, entonces la gente se la comía con gusto, eran navidades muy integradas para la comunidad, pero eso se perdió con la llegada de la nueva gente.

Una anécdota que vale la pena contar y que sucedió en este barrio, fue que una vez los agentes que permanecen allá afuera del barrio, arrendaron en la esquina donde hoy es la fábrica de dedos porque iban arreglar el CAI. Cuando eso, había un rastrojero por donde no pasaba nadie.

El día que llegaron a ocupar la casa que arrendaron, trajeron un perro pastor alemán llamado Frechette, como parodia a un embajador americano que había en el país en ese tiempo.

Como yo sufro de aversión a los perros, no porque los odie, sino porque les tengo miedo, ese día me asomé y pensé:

“Huy, qué problema para uno pasar por ahí, me va tocar hacer una trocha”

Sin embargo me fui a trabajar, porque en ese entonces yo enseñaba en Comfenalco. Por la tarde cuando regresé, los agentes habían hecho unas trincheras de sacos con arena y estaban afuera con el perro. En el momento en que di la vuelta en la esquina, el perro se paró y me atacó. Yo lo que hice fue evitar que me atacara la cara y me la protegí, pero el perro me cogió del brazo y me dio una mordida impresionante.

Los policías al principio no hicieron nada pero al fin uno dijo que me llevaran a la clínica y en efecto me llevaron en uno de sus carros, allí me atendieron, me hicieron curaciones, me aplicaron la antitetánica, en fin, los primeros auxilios y volví a la casa.

Resulta que el Comandante no estaba, por eso esperé y cuando regresó hable con él. Me dijo: “qué vamos hacer”, yo le dije “pues nada, lo que había que hacer, ya se hizo”, entonces alguien me contó que cuando llegó y le comunicaron que el perro había mordido a un vecino, lo que dijo fue:

“Ve, qué raro, ese perro solo ataca a los desechables”. Lo único que agregué entonces, fue:

“Mire, Comandante, es mejor que amarre al perro porque si ataca a otros vecinos, llega el momento en que se le muere, porque no todos los vecinos son como yo, pero no lo tome como una amenaza mía, que yo ya estoy curado”.

Y así lo hizo el agente, lo amarraron a una guadua, con un lazo que le daba una libertad de movimiento de unos veinte metros, pero el animal se fue volviendo flaco y según creo, al final murió.

Pero hablando de perros, hay otra anécdota para contar sobre un vecino, Don Hernán. Él debía pasar por un potrero que quedaba aquí atrás de la caseta comunal, para traerle agua maza a unos cerdos suyos y en una finca había un perro grande y bravo que salía con otros dos más pequeños a espantar a quien pasara, pero más que todo de noche, porque en el día estaban amarrados.

Resulta que el dueño le dijo al vecino que cuando pasara y el perro le saliera lo llamara por el nombre, que era el de un boxeador famoso de la época, Tayson, y con eso el animal se calmaba.

Pues un día cualquiera, a don Hernán le cogió la noche y como la obligación no se puede descuidar, pues le tocó pasar por ahí y preciso le salió el bendito gozque y en medio del miedo, al vecino se le olvidó cómo era que tenía que decirle y lo llamó disque: “Cúchite cúchite Pambelé”, y nunca se supo si fue que el perro se volvió sordo o era que no le caía bien el campeón colombiano, porque le dio una mordida terrible en una pierna.

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