Viernes por la tarde. Llegamos a una lujosa casa de campo, con piscina, muchas comodidades, que opera como finca hotel. El paisaje no es el mismo. La tierra adquirió otra dinámica. Se respira otro aire. Los sembrados son despejados, abiertos, sin arboles altos, separados unos de otros, ordenados, parecen todos formados para alguna presentación. Cultivos de plátano, moderados y pausados. Los cítricos, muy ordenados. El ganado, totalmente libre y díscolo, mirando a las personas con atención y expectantes. El turismo, desorden fenomenal. Trancones sin término, vendedores acosando. Transito sin control. Biciclicistas como guías turísticos, con malabares circenses. Conjuntos residenciales campestres, competitivos, conforman otras ciudades, en las afueras de la ciudad.
El cambio no se quedó solo en la tierra, creó laberintos mentales en sus habitantes. Escenarios de confort, una filosofía de vida, de producción, de modelos cómodos. Una verdadera metamorfosis sucedió en el Quindío. “Así de golpe y sin tenerlo claro, convertimos nuestras fincas en hoteles, nuestros cafetales en recorridos y nuestra cultura en un negocio” (1)
El devastador terremoto. La avalancha de ayudas. Testimonios vivos de la capacidad de resiliencia. Todavía hay muchos testigos mudos en las calles de Armenia, esperando la reconstrucción. Permanecen en 1999. Nos acostumbramos a este paisaje urbano. Es el presente, integral, dinámico, mental, emocional, espiritual, ecológico. El sol declina para dar lugar al despertar de las expectativas. Empieza una batalla campal entre el pasado y el presente. Nos presentan una alacena llena de recuerdos, de la niñez, la infancia, adolescencia, el estudio, los amigos, novios y novias. Muchas reminiscencias. El futuro no interviene.
También se presentan las opciones, revivirlos, traerlos al aquí y al ahora, o sublimarlos. Por unanimidad optamos por lo segundo, es mejor oír el canto de las aves. Porque a pesar de haber nacido y criado en estas tierras, han cambiado mucho. Los hijos se fueron jóvenes, apenas terminaron bachillerato, antes del terremoto, nosotros nos fuimos ya mayores. “La programación la tenemos en el celular, esto es lo que queremos visitar: Panaca, Salento y el valle de Cocora, Recuca, el Mariposario, y por la tarde, la piscina, dijeron los nietos”. “Y nosotros queremos quedarnos aquí, contemplando este paradisiaco lugar y caminar y extasiarnos de paisaje, dijeron los hijos”. “Nosotros nos vamos con los nietos”. Y así fue. Pero al final se unieron los hijos a los recorridos, menos a Salento, porque había mucha gente. Pero mucha es mucha. En total desorden, se habló de “colapsó Salento”. Muy difícil la circulación de los vehículos. Era domingo. Nuestra ventaja: llegamos temprano, siempre madrugamos. Y nos regresamos temprano, cuando empezaba el acoso vehicular. Más fáciles y ordenados los otros sitios.
la noche y por costumbre familiar, antes de dormir hablamos del día. No se pudo, todos estaban rendidos, incluyendo los hijos. Pero con una sonrisa contagiosa. Son espíritus libres y felices por habitar esos cuerpos satisfechos. Son cuerpos felices por albergar estos espíritus trascendentes. Entendimos que la felicidad es una palabra importante en la definición del paisaje cafetero. Está en la base de todo, es el quinto elemento, es la quinta esencia. Aquí el tiempo adquiere una dimensión diferente, no importa lo que fue, ni lo que será. Se vive el solo por hoy. Será que se necesita ver con ojos de turista, la propia tierra para sentirla y quererla.