La complejidad que enmarca el proceso de recordar, encarna una ritualidad extrasensorial que se convierte en monólogo interior, permitiéndonos regresar a momentos que quizás fueron mejores.
Obedeciendo esa ritualidad, este escrito me lleva quince años atrás, a una casa ubicada en un barrio popular de Bogotá. Pasadas las 4:00 p.m., la hora más feliz del día. El sol que ya casi se esconde, entra perfectamente por las ventanas; la casa se inunda de un olor a café recién hecho y galletas Ducales listas para ser remojadas.
De fondo se escucha el programa “La Cariñosa 610¨, cuya música y ambiente es agradable. María Teresa esta lista para otra partida de dominó con su nieta María, su entrenamiento constante convirtió a su pequeña pupila en una digna contrincante. La abuela, de aspecto serio, pero de bondad inmensa, podía pasar horas sentada jugando y entre apuestas pequeñas y reproches cariñosos, olvidaba sus labores hogareñas, pero no importaba, porque era la hora más feliz del día.
Estas situaciones reflejan la simpleza y el significado de la vida. Así mismo, son las que permiten generar lazos indestructibles con seres que también buscan sacarle pedacitos de felicidad a la existencia. Estos espacios de reflexión y retrospección transforman la manera en que asimilamos la cotidianidad, y se vuelven más significativos cuanto involucran nuestra infancia y los elementos que la acompañaban.
Evocar estos recuerdos suscita la medida perfecta de gratitud y nostalgia, para valorar la suerte de estar vivos.