Por Mario Augusto Castro Beltrán
La vez que M lo vio, después de saber que aquel extraño personaje había pintado de negro toda la fachada de su casa, fue cuando se le arrimó y le dijo que le diera el helado que M estaba chupando y que ya tenía a medio acabar, y que a cambio le daba los diez centavos que le había costado para que fuera y se comprara otro, entero. A M le impresionó tal proposición. Ya había escuchado demasiadas charlas en las que el protagonista era el extraño personaje; eran charlas de muchos matices; en unas aparecía como el hombre que había sido atacado por tres borrachos pendencieros, y él, estando lo mismo de borracho o quizás más, se había defendido como tigre y había puesto a sus atacantes con pies en polvorosa, con solo bufar, con solo decir dos cosas, con solo mover las manos así y así con ademanes brutales que solo y solo él podía esgrimir; en otros aparecía como aquel que había sido capaz, en todo el pueblo, de entrar a las doce de la noche al cementerio, en plena luna de cuarto menguante, cuando se sabía a las claras que a esa hora salían de sus sepulturas los últimos muertos, y que los huesos de los que habían sido enterrados años atrás brillaban y formaban escuadrones de esqueletos armados con sables desconocidos en la región; había otras charlas en las que se decía que aquel extraño personaje había sido el único que se había atrevido a salir después de las nueve de la noche, hace muchos años, en una época en que en una aldea vecina nadie se atrevía a hacerlo porque de las nueve de la noche en adelante en las calles principales de ese pueblo comenzaban a desfilar hombres con sotanas largas y con capuchas que, como fantasmas de novela, de cuatro en cuatro llevaban sobre sus hombros ataúdes que brillaban y formaban hileras de hasta dos cuadras; y fue una noche de esas cuando, armado con de a machete en cada mano, le salió al desfile de los fantasmales individuos y los atacó: rasgó cien veces el aire frío de la noche y cada una de esas veces tajó muchos de los ataúdes que fueron a parar al suelo dejando ver en la mañana siguiente lo que en realidad contenían: tabaco de contrabando. M se había formado su idea sobre el extraño personaje. Lo veía pasar por el parque, por las calles, solitario, siempre solitario. En una que otra ocasión lo veía acompañado de alguno de sus tres hijos, o de su mujer, pero de nadie más. Lo veía pequeño, pues en verdad era bajo de estatura; lo veía flaco, y en verdad lo era. Años más tarde, cuando el extraño personaje murió, supo que había sido pesado por cualquier circunstancia y que no había pesado más de cuarenta y ocho kilos. Así de macilento era. No obstante, M —que por el entonces en que el extraño personaje la pidió el helado contaba apenas con doce años— veía en él un rostro que no decía palabra alguna, pero que denunciaba mil situaciones de iracundia, de violencia, de incomprensión, de maldad, de situaciones que lo conturbaban a él, a M; quizás lo que M tenía en su mente en relación con el extraño personaje no era cierto para nada, pero creía lo contrario. Y era ese rostro untado de una sarta de pronunciadas arrugas por tanto reflejar la iracundia que lo caracterizaba, el que hacía que M viviera más impresionado aún. Tanto vivía así que terminó por eludir cualquier encuentro con el extraño personaje, y hasta llegó a compadecer a los propios hijos del mismo. Eran dos niños y una niña, los mismos que estudiaban en el centro educativo en el que M recibía clases, aunque no en el mismo curso: los dos niños estaban en un curso más avanzado, en tanto que la niña estaba dos cursos atrás. Sin embargo, todos se veían en el mismo patio grande en el que todos los educandos jugaban durante los espacios de recreo. Por muy distraído que M estuviese en medio de uno de sus juegos, bastaba con que a su cabeza llegara una luz que hablara sobre alguno de los tres niños, o que uno de ellos pasara por cualquier parte para que él pudiera verlo, o que otro chicuelo más hiciera alguna referencia a uno de ellos, para que M dejara de hacer lo que estuviera haciendo y dedicara su atención a buscar con su mirada al trío de hijos del extraño personaje. Y por ahí los veía, las más de las veces juntos, cuando no es que estaban agarrados de sus manos como para no perderse entre las algarabías y los juegos sin compasión de los demás niños y jovenzuelos del colegio. Y era que los veía medio agazapados, casi apagados, como faltos de espíritu, como si no fueran niños o como si no tuvieran suficiente ánimo para explotar como tales niños. M pensaba que el comportamiento de estos tres hermanos tenía que ver con su padre, el extraño personaje; semejante rostro apagaba cualquier asomo de energía infantil que tratara de brotar en las humanidades de los tres hijos, pensaba M Y luego de que se conoció en el pueblo la noticia de que el extraño personaje había acabado loco, M se conturbó mucho más; fue a conocer el origen del posible enloquecimiento del extraño personaje y acabó por concluir que había sido por la cantidad de nubes negras perdidas que se encerraban en su interior, nubes llenas de apasionados rencores provenientes de quién sabe qué inescrutables razones que a M ni se le pasaban por la cabeza. Épocas violentas habían surcado las montañas de las que, cuatro o cinco años atrás, había llegado el extraño personaje con su familia, para situarse a vivir en una de las casas de la calle más empinada del pueblo. “Vaya a saberse qué le pudo pasar al extraño personaje allá donde vivía antes”, llegó a contestarle su padre cuando algo le preguntó sobre el caso. La gente comenzó a murmurar por todo el pueblo. “Por fin se chifló, ya iba siendo tiempo de que ocurriera”, oía decir a la gente. Resulta que un día de agosto del año en que M estaba cursando el primero de bachillerato, desde el parque y desde muchos sectores de la población, se vio al extraño personaje cuando estaba pintando el frontal de su casa; la estaba pintando de negro, de un negro brillante, tan brillante que reflejaba la luz del sol. Estuvo dos días en esa tarea sin importarle el que medio pueblo estuviera atento a lo que él hacía con esa fachada, sin importarle que su esposa protestara, sin importarle para nada que sus hijos se escondieran y que ni siquiera se atrevieran a ir al colegio. Fue por el tiempo en que a nadie en todo el país, ni de fundas, se le habría ocurrido pintar su rancho de negro, pues valía cualquier color menos el negro, y más en aquel poblado en donde todas las casas llevaban el blanco con el verde, o con el rojo, o con el anaranjado, o con el café, pero ninguna con el negro. La gente murmullaba y se le oía conjeturar que si era que el extraño personaje se iba a enterrar en vida junto con toda su familia, tomando a la casa como a un gran ataúd. Susurraba mil cosas. Y muchos de los mil murmullos llegaron a los oídos de M, quien se impresionó mucho más de lo que mantenía. Solo una semana más tarde comenzó M a ver a los tres niños en el colegio, ahora quizás más alejados del mundanal ruido provocado por los mozuelos que se recreaban sin pararle muchas mientes al asunto, o a lo mejor porque no estaban tan penetrados de alguna impresión como sí lo estaba M Aquella mañana, muy caliente por cierto y muy avanzada, pues estaba casi al rayar el mediodía, fue M a la vuelta de la iglesia y compró un helado de tomate de árbol. Muy orondo, muy contento, se vino chupándoselo, deleitándose, sintiendo cómo ese frío del producto se le iba diluyendo en su boca en medio de aquel atronador calor mañanero, y llegó a la plaza. Se quedó ahí junto a la estatua del fundador del pueblo, mirando con desaprensión hacia las torres altas y amarillas de la iglesia; pasaba la mirada de cuando en cuando hacia el helado a ver cómo iba disminuyendo su tamaño, a ver cuánto más le iba a durar, ojalá harto tiempo. Lo llevaba en tres cuartos y continuaba deleitándose. Sucedió que poco a poco se le fue acercando a M el extraño personaje que aquella mañana había salido de su casa por la primera vez desde el episodio de la pintada del frontal, pero M no se dio cuenta y continuó mirando hacia las torres altas de la iglesia, paseando luego su mirada sobre su delicioso helado, y cuando ya llevaba consumida la mitad de este fue cuando oyó la voz estentórea del extraño personaje haciéndole la propuesta, “chico, deme su helado y tome estos diez centavos para que se compre otro bien entero”, fue lo que le dijo, pero M se quedó de una pieza, como una piedra, quieto, mudo, agarrotado. El que había arrimado tomó el helado de la mano derecha de M y en seguida le dio una moneda. Se puso a chuparlo de inmediato, y M vio que se dibujó una medio sonrisa en el rostro mal encarado del extraño personaje. Despacio, con lentitud, pasito a pasito, retrocediendo, se fue retirando M, viendo cómo seguía sonriendo el extraño personaje. Así se quedaron, M retrocediendo lento, lento, lento, hasta quedar separado de la estatua del fundador del pueblo unos cien metros; vio que el extraño personaje arrojó al suelo el palito en el que se enzarzaba el helado una vez que lo consumió por completo, y luego lo vio alejarse. M se quedó plantado como un bobo viendo cómo aquel hombre se encaminó hacia alguna parte; vio después que lo hacía hacia su casa; determinó seguirlo y lo siguió, y vio por encima de las casas del parque cómo el hombre llegaba a su casa de fachada negra, allá en la calle más empinada del pueblo, y vio cómo metió la llave entre la cerradura, vio cómo abrió la puerta, vio cómo penetró en su casa, y vio cómo terminó por cerrar la puerta, desapareciendo tras de ella. Al otro día no fueron al colegio los tres hijos del extraño personaje; no fueron tampoco al siguiente, ni tampoco fueron al tercer día. En las primeras horas de la tarde de ese tercer día, cuando M se dirigía a tomar las clases de la tarde, oyó decir que el extraño personaje se había encerrado con su familia en su casa, que había amordazado a su esposa y a sus tres hijos, que después había tapado todos los intersticios de puertas y ventanas valiéndose de trapos y prendas de camas, mojadas, y que había soltado todo el gas de dos pipas de treinta libras cada una. El extraño personaje había hecho su ataúd bien grande para él y para todos los suyos.