Por Jhon Fáber Quintero Olaya
El artículo 230 de la Constitución, al mejor estilo francés, consagra que los jueces sólo están sometidos al imperio de la Ley. Por ende, las actuaciones de estos funcionarios deben estar desprovistas de cualquier tipo de presión, en la medida que la Constitución y los lineamientos del legislador son su único derrotero. En otras palabras, la independencia y autonomía son presupuestos indispensables de la función judicial.
No puede pensarse que el ejercicio hermenéutico del operador judicial se limita simplemente a una valoración literal del marco jurídico, sin tener en cuenta la eficacia jurídica directa de la Constitución y el marco de principios, derechos y garantías que ella comprende. En forma pacífica la jurisprudencia ha indicado que “se ha entendido que mediante sus providencias los jueces desarrollan un complejo proceso de creación e integración del derecho que trasciende la clásica tarea de la subsunción y elaboración de silogismos jurídico”. Por tanto, la labor del juez como garante del orden legal trasciende a una valoración plana de la norma jurídica y permite a través de sus providencias que el orden jurídico sea plenamente compatible con las necesidades y la realidad social.
En ese entendido la reciente sentencia de la Corte Constitucional respecto al condicionamiento en la interpretación del delito de aborto, aunque insatisfactoria para cierto sector de la población, debe generar el mayor respeto por toda la comunidad. Las desacertadas intervenciones de algunos líderes e institucionales, descalificando en forma personal a los Magistrados, incluyendo al Jefe de Estado, estimuló amenazas a la vida e integridad de quienes prestan uno de los servicios públicos más importantes del Estado.
Las propuestas recalcitrantes de referendos o frases alusivas a que cinco personas no podían sustituir al Congreso de la República hicieron eco para un ambiente de inestabilidad y deslegitimación de una histórica determinación judicial. No es posible que la Corte tenga que sacar un comunicado pidiendo respeto a sus sentencias, cuando ello deviene de una obligación legal. ¿Acaso olvidan quienes terminan sus periodos constitucionales que en su momento juraron cumplir la Constitución y la Ley?
Estas prácticas propias del Estado de opinión, de irrespeto a la separación de poderes y de grave presión a la función judicial obligan a toda la comunidad jurídica y en general a rodear nuestros jueces. Se puede estar en desacuerdo con un planteamiento e incluso con una decisión, pero no es de recibo que la primera autoridad de la Nación sea la que en forma pública descalifique un meritorio rol judicial.
Luego como era de esperarse vienen las amenazas y con ella una paradójica reacción solidaria. El Ministro de Defensa, sin investigación previa, sale al paso a un acto tan grave con el enteco argumento según el cual ese grupo armado no existe. El Fiscal General inicia las labores de policía judicial correspondientes, pero la causa de este lamentable episodio estriba simple y llanamente en el linchamiento público a los jueces.
Esta cultura debe ser repudiada en forma colectiva porque todos los ciudadanos, incluyendo a los jueces mismos, somos usuarios de la Administración de Justicia. No es posible que cuando los reflectores, las cámaras y las redes sociales hablan de un caso se utilice la estrategia de cosificación como arma de consenso. Ya pasó con la cadena perpetua y nuevamente ocurre con el aborto.
Pocos se han detenido a pensar en la desidia legislativa para deliberar sobre este último tema espinoso. No es posible que en una democracia se intente conseguir votos en detrimento de la autonomía e independencia judicial. Los costos de esta siniestra conducta son catastróficos.