Por Roberto Estefan Chehab
La mayoría de las personas deseamos la paz. Está muy claro que la confrontación cargada de rabia solo enceguece y definitivamente no conduce a ningún puerto seguro. Las diferencias de opinión no tienen por qué ser un motivo de agresión y las estrategias en pos de un ideal constructivo deben estar despojadas de artimañas malintencionadas que por definición se alejan del objetivo básico llamado acuerdo. En la esencia de la resolución de conflictos hay algunas premisas universales, que intentan orientar un buen desarrollo del proceso, una de ellas es “ganar -ganar” de tal manera que las partes involucradas se sientan cómodas, entendidas, validadas evitando que una esquina se jacte de un triunfo que a la larga es una perdida al dejar en el camino una semilla de inconformidad y malestar de la otra parte que se siente perdedora. Las semillas crecen y su fruto, con el tiempo, puede ser un producto peligroso. Nadie puede sentirse ganador aplastando al contendor pues el presente es mucho más corto y efímero que la posibilidad de un incierto futuro. Así las cosas, no es con mentiras o insultos que se argumenta un deseo de sobrepasar los escollos en una diferencia de criterios. Otra premisa básica es: “póngase en los zapatos del otro”, he intente comprender y no solo ser comprendido”; ¿será que los colombianos estamos haciendo bien esa tarea? Y en mi opinión es obvio que no. Si la hiciéramos, habría puntos de acuerdo mucho más fáciles de tratar pues en el diagnostico de nuestras realidades hay puntos comunes que nos preocupan a todos: la desigualdad social, en términos de básicos innegociables para una vida digna, que incluyen la pobreza, la falta de oportunidades, la discriminación, la corrupción, la impunidad. El apoyo a la fortaleza más grande que tiene nuestra realidad geopolítica: el campo, su tecnificación, la garantía de la compra de las cosechas y el cuidado de respetar y reforzar los potenciales inmensos de producir en casa lo que bien se da y no llenar con malas hierbas, que solo traen desgracia y pobreza económica y moral a las fértiles tierras que producirían comida para todos, incluyendo al mundo: evitando importaciones de lo que aquí crecería magníficamente. Evitar la intermediación empobrecedora de comerciantes tercerizados y traduciendo las regalías que todo ese tesoro forja, en sonrisas y optimismo en la cara de nuestros niños, de sus padres y abuelos que no pensarían en irse a acrecentar los cordones de pobreza en las ciudades sobresaturadas de una energía triste y ambigua en donde la esperanza prácticamente no existe. Estoy convencido de la importancia de educar, desde los primeros momentos de vida, con ánimo proactivo, jamás de odio, con habilidades para escuchar, reflexionar y negociar sanamente y no azuzando envenenados corazones mostrándoles caminos de guerra y odio: esos senderos solo justifican cualquier táctica de destrucción: “en la guerra todo se vale” lo cual es una máxima cruel y devastadora. Y claro, los actores que se promueven como líderes deben ser un ejemplo, como seres humanos de bien, amorosos, educados y claros. No es necesaria, entonces, la exclusión, cuando existe en cada filosofía un acervo de buenas intenciones, con miradas distintas. Mucho en común podría rescatarse si en vez de polarizar se invita a unirse en pos de lo fundamental. En cualquier sistema, los actores son las personas y son ellas las que, de acuerdo con sus características de personalidad, de educación, de intencionalidad egoísta o no, dan buen timón o sencillamente se dedican a intentar ganar egoístamente sin ninguna consideración y empatía por el todo. Hay mucho que corregir y se puede hacer entre todos. Hay mucho que observar alrededor de quienes se atrevieron a creer que acabando de tajo con todo y haciendo un ensayo, hasta ahora fallido según lo que podemos ver en otras naciones, están las soluciones. [email protected]