Por: Antony García
Los postes de alumbrado -dijo mientras fumaba un Piel Roja recién encendido- siempre me hacen pensar en la gente que está dormida y aún no ejecuta sus actos cotidianos. Tenía ojos verdes y por eso le decían El Sarco. El maletín con la plata le colgaba de la mano izquierda y una barba muy poblada le cubría la cara y le escondía los labios. Todos duermen mientras pienso en el pasado, dijo. Luego me extendió un cigarrillo. La calle estaba desierta. Me encendió el cigarrillo. Luego añadió: primero conocí el olor a ACPM, luego las enormes llantas y la alta velocidad de esos animales ruidosos, cansados y tristes. Señaló la tractomula aparcada al otro lado de la calle.
De niño -prosiguió muy serio- las tractomulas nunca dejaban de cruzar la franja de carretera que yacía frente a mi casa. Era como presenciar una sucesión de ausencias, a veces azul celeste, rojo escarlata, a veces amarilla. A pesar de estar siempre de paso, estos armatostes luminosos y emperifollados constituyeron una gran compañía en mi infancia. Yo tendría unos ocho años, nueve a lo sumo, y ya tenía claro lo que iba a hacer en la vida. Un trabajo honrado, ¿me entiende? Escuchaba el rumor de los motores día y noche. Esto generó en mí la inusual necesidad de estar cerca de motores de gran calibre para sentirme bien. Le dio una calada profunda al cigarrillo, como haciendo tiempo, y luego agregó: si me pones la grabación de una Kenworth de la Montaña a cien kilómetros por hora, puedo dormir apaciblemente.
Cuando anochecía -dijo- las tractomulas descansaban en alguna curva de la carretera, me gustaba imaginar a los conductores escondidos en sus camarotes, ansiosos a la espera de la primera luz del amanecer. Mi obsesión me hizo entender el intrincado código de los camioneros: usaban las cornetas como si se tratara de un megáfono que amplificaba el pensamiento. Si estaban contentos un pitido corto; si sentían molestia uno prolongado y muy estridente; si saludaban a otro conductor lo celebraban con consecutivos pitidos. Nunca vendían a los suyos y se creían dueños del camino. El sonido -dijo en tono nostálgico- era parecido al de un buque transatlántico, aun sueño con el estruendo y al despertar lo primero que viene a mi cabeza es una bahía luminosa y el verdor de un manglar, pero nunca he visto el mar y tampoco los manglares.
La primera vez que subí a una tractomula me hice un verdadero hombre. Fue más satisfactorio que hacer el amor con una mujer. Era una Kenworth color amarillo con la pintura gastada, en el espejo retrovisor colgaba una estatuilla de La Virgen del Carmen sin cabeza. Yo no sé cómo terminé haciendo esto, lo mío es la carretera, la sensación de estar cruzando el desierto encima de un camello jorobado que lleva a cuestas bultos atiborrados de especias, fruta, rocas preciosas. La libertad, ¿me entiende? Se quedó en silencio. Ahí me di cuenta de todo. Me entregó el maletín y no habló más. Cuando me esposaron el cigarrillo seguía en su boca y cada tanto miraba los postes de alumbrado. Tenía las manos en los bolsillos y los policías lo trataban como si lo conocieran de antes, o en todo caso, como si fuera uno de ellos.