Por: Jhon Faber Quintero Olaya
El miedo cunde en la sociedad. La sensación de riesgo por cuenta de la pandemia impedirá por largo tiempo que las personas se desprendan de los tapabocas, puesto que consideran este bien como una herramienta indispensable de seguridad. No solo en los colegios o centros de salud se conserva la indispensable mascarilla que impide el ingreso del mortal virus al cuerpo humano. La paranoia de muerte encuentra en este pequeño bien una esperanza y de cotidianidad.
La vacuna en principio generó gran reticencia social porque se trataba de una reacción científica desarrollada en corto tiempo a una grave problemática de salud pública. Amigos y familiares iban perdiendo batallas definitivas ante un diminuto virus que con facilidad vencía las defensas del cuerpo y no encontraba resistencia en una civilización que se preciaba de sus grandes desarrollos tecnológicos. La naturaleza y, sus mutaciones, nuevamente nos demostraba la fragilidad de los seres vivos y lo valiosa que es la vida.
En este mismo contexto el tapabocas era un instrumento típico de médicos y personal del sector salud. Era común en los años 2019 y anteriores ver este instrumento en clínicas u hospitales, pero no en el cine o los centros comerciales. Salir a una cafetería y tener que presentar un carné para ingresar, además del inexorable antifaz fueron transformaciones que en forma vertiginosa cambiaron nuestro estilo, formas de relacionamiento y visión del mundo.
Para los poco agraciados de rostro el tapabocas fue ventaja, pero para las personas con limitaciones visuales es un verdadero tormento porque o se cumplía la Ley o se lograba contemplar el panorama. Ese es el eterno contraste de situaciones sociales o lo que se conoce como oposiciones semánticas. Ancianos y niños tenían que usar el tapabocas como cualquier prenda de vestir, incluso en los ambientes más íntimos.
Pero el tapabocas fue más allá de una norma sanitaria, como se indicó en líneas precedentes. La sociedad se acostumbró a esta mascarilla y a relacionarla como una medida de seguridad y autocuidado, cuyo desmonte va a tardar largo tiempo. Es común encontrar personas que pese a tener esquema de vacunación completo o de contar con el refuerzo aún siguen con este elemento como una prenda obligatoria al salir de casa o incluso estar en ella.
Generar pánico en una sociedad es relativamente fácil, pero ahora somos presos de este control social. El ejercicio de la libertad muchas veces es paradójicamente nuestra propia cárcel, al tiempo que poder liberar nuestros rostros del tapabocas hoy es una posibilidad. Muchos ciudadanos deciden seguir con la mascarilla por seguridad o sencillamente por rutina. La reflexión de los actos humanos se pierde muchas veces por el temor o por el automatismo de la cotidianidad.
Estamos lejos de eliminar el tapabocas de nuestras vidas, pero aún más lejos de olvidar las secuelas que ha dejado esta mortal pandemia. Esperemos que de esta lamentable historia surjan grandes aprendizajes, enfocados a la unión, la solidaridad y en general el reflejo de la mejor faceta de la humanidad. Pese a esta lentitud social es de destacar los avances en el manejo de la pandemia que hoy permiten en latitudes como la nuestra retornar a una normalidad con cambios, pero finalmente normalidad.
Adicional: La declaratoria de inexequibilidad del artículo 124 de la Ley 2159 de 2021 demuestra una vez más que el legado jurídico del actual gobierno es nefasto. Todas las reformas centrales del legislativo han encontrado un riguroso muro de constitucionalidad en nuestros jueces. Esta determinación ya la habíamos anticipado en esta columna y aún faltan las conclusiones en relación a la Ley 2094 de 2021.