Por: Aldemar Giraldo Hoyos
Con tanto ruido que se hace, cualquiera puede creer que internet es una herramienta de comunicación democrática, pero no lo es; los datos lo demuestran: dos tercios de la población mundial jamás tendrá acceso a la Web; es una farsa la “inclusión digital” o el cacareado “acceso universal”; vivimos, realmente, un “tecno-apartheid, fruto de las desigualdades estructurales del mundo. América del Norte, Europa y parte de Asia concentran el 93% de los usuarios de la red global de computadoras; de acuerdo con el más reciente boletín trimestral de las tecnologías de la información y las comunicaciones, al segundo trimestre de 2021, Colombia superó los 8.2 millones de accesos fijos a internet (población total en ese momento: 50.88 millones); es necesario recordar que en ese preciso instante estábamos encerrados y el trabajo y la escolaridad, eran, casi, virtuales. Ahora bien, una cosa es tener un computador o un celular y, otra, acceso real a internet.
Durante 2020 y 2021, debido a las restricciones y a los protocolos de seguridad, para enfrentar la pandemia, nos convertimos, por necesidad, en “consumidores” de internet; la demanda creció ostensiblemente, pero, al regresar la presencialidad laboral y escolar, esa demanda dejó de crecer y, en muchos casos, ha descendido desmesuradamente: podemos hablar, entonces, de un crecimiento coyuntural y casi obligatorio.
No se necesitan estudios muy profundos para darnos cuenta de que la mayor concentración de cibernautas se encuentra en los centros poblados y en los espacios donde viven las familias con mayor capacidad adquisitiva; aunque no son mayoría numérica, ejercen una influencia muy vigorosa en la conformación de la cultura global; son los “consumidores” y quienes favorecen ese cambio radical para llegar a “ser alguien” (si no estás en las redes te hacen creer que no existes); mientras tanto, muchas personas “del común”, excluidos de esos paraísos del ciberespacio, están condenados a la inmovilidad local y forzados a la invisibilidad total.
Esos privilegiados, con usuario rimbombante, contraseña alfanumérica, amigos inseparables de Facebook, Twitter o Instagram; asiduos visitantes en muros, blogs, YouTube, Second Life, MySpace o, simplemente, consumidores de la Web 2.0, o alumnos matriculados en Google, como también, en todo lo que se le parezca, una vez se inscriben y ejercen su apostolado continuo, o abandonan su “yo” para dar paso a la parafernalia de los falsos proyectos de comunicación y “branding” (gestión de estrategias de marca) que los convertirá en “personalidades de momento, efímeras”, sin saberlo, son presas del mercado contemporáneo que los transforma en mercancía.
Ávidos por la visibilidad y el protagonismo, exhiben su intimidad todos los días, sin filtro alguno; las redes sociales dan cuenta de su cotidianidad: logros, fracasos, eventos sociales, sueños de futuro, vida afectiva, deseos, temas de interés, compras, ventas, amores, desamores, viajes, accidentes, comidas favoritas, deportes, vestidos del día, preferencias sexuales, ejercicios físicos, rutas, rupturas, recorridos, enfermedades, dirección personal, lugar de trabajo, profesión, edad, núcleo familiar, ciudad en la cual se vive, etc., a través de fotos, publicaciones, infografías, videos, imágenes retocadas, textos, mensajes, contenidos factuales y audios; nada se queda en la olla, todo se muestra o se “vende”; según los cibernautas, lo que no se publica en las redes no existe.
Paula Siblia, en su libro La intimidad como espectáculo (2018), manifiesta su preocupación por este “show del yo” cuando expresa: “A lo largo de la última década, la red mundial de computadoras viene albergando un amplio espectro de prácticas que podríamos denominar confesionales. Millones de usuarios de todo el planeta – gente común, precisamente, como usted o yo – se han apropiado de las diversas herramientas disponibles on-line, que no cesan de surgir o expandirse, y las utilizan para exponer públicamente su intimidad. Así es como se ha desencadenado un verdadero festival de vidas privadas, que se ofrecen impúdicamente ante los ojos del mundo entero. Las confesiones diarias están ahí en palabras e imágenes, a disposición de quien quiera husmear; basta con hacer clic.” Son rituales contemporáneos en un contexto sociocultural que los convierte en verdad, en historia y en espectáculo que se disfraza de comunicación o interacción personal, así, las redes sociales facilitan la experimentación y el diseño de nuevas subjetividades o formas novedosas de “ser” o “estar” en el mundo. Si no hago lo que los demás hacen en las redes, me quedo atrás, no pertenezco a este momento, estoy “out” y huelo a vetusto; si no expongo mi intimidad, no me vendo, me deprimo, soy “diferente”.
Ya es hora de parar estos arranques de excentricidad y megalomanía contemporáneas; es urgente volver a nuestro “verdadero yo”, sin caer en ese espectáculo que tiraniza a los cibernautas; “hacer estallar tanta modorra autocelebratoria para abrir el campo de lo pensable y lo posible y para crear nuevas formas de ser y estar en el mundo”. Con razón expresó mi abuelo Deleuze:” Creer en el mundo es lo que nos falta”.