Roberto Estefan Chehab
En una sociedad lo primero que se debe hacer es educar y, al parecer, en la nuestra a pesar de mejorar indicadores de cobertura, asunto muy loable como esfuerzo de avance de condiciones generales, aún estamos en la ignorancia. Tener aulas, construir nuevas escuelas y colegios y nombrar “maestros” son temas de infraestructura y logística que no garantizan calidad ni pertinencia. El tema de la educación es integral y exige respeto, ejemplo, pertinencia y universalidad; cuando no se cumplen esas condiciones, el maestro, los padres y los líderes están fallando desde la esencia. Educar no es amaestrar, tampoco es transmitir información (necesariamente escogida y filtrada al ser imposible abarcarlo todo) y lo más peligroso: educar no es manipular, desinformar, confundir. Desde la primera infancia aparece el instinto de búsqueda: las personas necesitamos encontrar alguna manera de no sucumbir y por eso, a pesar de la inmensa fragilidad, lo que más nos atañe gira en torno a no sufrir de hambre, frio, dolor y soledad: después, cuando nos volvemos poetas, usaremos como sinónimos de expresiones afectivas de sufrimiento los mismos términos: “frío en el alma”, “dolor en mi ser”; “hambre y sed de ti” o, “esta soledad que carcome mi alma”. En esos primeros momentos de vida es indispensable la protección irrigada por el amor para que el desarrollo sea adecuado: nada de ello debe faltar pues si así fuere quedará un vacío determinante en las etapas siguientes. Claro está que en esa primera etapa se adolece de la libertad: somos totalmente dependientes, no podríamos vivir si no nos asiste alguien lo cual no significa que estemos condenados para siempre al sometimiento: en la medida que el sistema biológico madura, también aparecen, y muy rápido las primeras señales de independencia: un bebé rechaza lo que no “quiere” y se calma cuando es tratado con consideración e inteligencia: forzar, obligar, imponer son formas de maltrato que se verán reflejadas en muchas manifestaciones de la vida, de ahí en adelante: las personas buscan, con desesperanza, la causa de sus “traumas” en las relaciones de su pasado más primitivo: entre más madurez, mayor resiliencia, cosa que se va esfumando cuando se es más bebe. Entonces, es innegable lo determinante que resulta para una sociedad la calidad de sus adultos: personas que, como todos, también han tenido su etapa infantil, su desarrollo, sus padres y maestros, sus lideres políticos, su camino espiritual y obvio, su forma de reflejar todo ese bagaje en las personas que los rodean: ese círculo debe revisarse con frecuencia. Surge entonces la gran pregunta: ¿En qué manos están los niños y los jóvenes? La respuesta no me pertenece, pero sí se pueden inferir muchos temas solo con observar el desempeño muy general de la sociedad. Mucha fortaleza tecnológica, mecánica, científica, pero inmensa soledad, confusión y desesperanza. Mucho afán por tenerlo todo con el menor esfuerzo, gran desapego y preocupante tendencia a no comprometerse, a no persistir, insistir hasta lograrlo. Tendencia a odiar y destruir, no solo lo material: arrasar con principios y valores al calificarlos como temas anacrónicos, pérdida del sentido de pertenencia, aterradora disminución de la capacidad de asombro; desprecio por la cultura en general intentando imponer solo el ahora, lo de hoy, lo que gusta y no requiere mayor desgaste, sin filtro, sin respeto, sin urbanidad ni consideración. Así las cosas: en la política predomina la grosería, el insulto, la calumnia, la falsedad, el engaño y el desprecio por la vida misma. En las familias se impone la soledad y las relaciones distantes, poco arraigadas (la “guerra” generacional en su máxima expresión), en la cotidianidad pulula la corrupción, el mal ejemplo, la impunidad, la anarquía y en el espíritu, “la droga”, el desamor y, grave, muy grave, la ausencia unilateral de Dios. Con una amalgama así ¿no cree que hay algo para revisar profundamente? [email protected]