Por Oscar Jiménez Leal
Aparece en el escenario de la presente coyuntura electoral la presencia del voto en blanco pues algunos voceros de la opinión nacional han puesto en tela de juicio su conveniencia, racionalidad y aún su propia legalidad.
No obstante, puesta la lente del tiempo sobre su introducción en la institucionalidad electoral, quizás sus raíces emergen en forma consustancial con la consagración del sufragio universal y el voto secreto. Pero de lo que sí estamos ciertos es que el voto en blanco es concomitante con el establecimiento del voto deber, de obligatorio cumplimiento, que tuvo su auge en Europa y en algunos países latinoamericanos durante el siglo pasado; y era lógico que ocurriese así, ya que puesto el ciudadano frente a la obligación de emitir su voto, lo hiciese en blanco en lugar de abstenerse y evitar las condignas sanciones que ello implicaba, cuando quiera que ninguno de los candidatos en competencia electoral satisficiese su respaldo o simpatía.
Entre nosotros, la Ley 28 de 1979 consagró el voto en blanco como aquél donde “no se expresa de un modo legible y claro el nombre y apellido de la persona que encabeza la lista o el candidato a cuyo favor se vota”, confundiéndolo con la descripción de lo que efectivamente sería un voto nulo. Por eso, posteriormente la Ley 96 de 1985 definió para mayor claridad el voto en blanco, distinguiéndolo del voto nulo, para expresar que es “aquél que no contiene nombre alguno o expresamente dice que se emite en blanco”, distinto al nulo que es aquél voto ilegible.
Pero fue con la expedición del Código Electoral (Decreto 2241 de 1986), bajo la Registraduría de Humberto de la Calle Lombana, cuando se crearon los tarjetones electorales y se estableció la casilla para el voto en blanco. Desde entonces, se consagró la obligatoriadad de introducir en el diseño de los tarjetones, la casilla con el voto en blanco, junto a las casillas con los nombres y apellidos de los candidatos a elegir, que deberá ser marcada por quienes, en ejercicio de su libertad política, no encuentren conformidad con ninguno de los que compiten en la liza electoral.
Ahora bien, desde la perspectiva de la validez y efectos del voto en blanco, éste tiene plena validez cuando la Constitución Política prevé que deberá repetirse por una sola vez la votación para elegir miembros de una corporación pública, gobernador, alcalde o la primera vuelta en las elecciones presidenciales, cuando del total de votos válidos, los votos en blanco constituyan la mayoría. Tratándose de elecciones unipersonales no podrán presentarse los mismos candidatos, mientras en las corporaciones públicas no se podrán presentar las listas que no hayan alcanzado el umbral, (artículo 258).
De hecho en la práctica ocurrió por primera vez en las elecciones para alcalde del municipio de Susa, Cundinamarca, cuando ganó por mayoría el voto en blanco y hubo de repetirse la elección en el 2003 y luego en Bello, Antioquia, en el 2011 en que ganó el voto en blanco y se repitió la elección, sin que pudieran presentarse los anteriores candidatos que fueron derrotados.
Es cierto que en la segunda vuelta presidencial el voto en blanco no tiene ningún efecto jurídico, porque aún si ganase frente a los dos candidatos en competencia, sería elegido presidente de la República aquél que haya obtenido más votos; pero no carece de dimensión política puesto que puede tener efectos en la mayor o menor legitimidad del elegido y en la gobernabilidad de su programa de gobierno. En todo caso, el voto en blanco también constituye la genuina expresión ciudadana en las urnas. O como lo dice bellamente la Corte Constitucional en la Sentencia C-490 de 2011, “el voto en blanco constituye una valiosa expresión de disenso a través del cual se promueve la protección de la libertad del elector.”
De suerte que no aciertan, a mi juicio, quienes sin fundamento ponen en duda la conveniencia, racionalidad o legalidad del voto en blanco.
Bogotá 10 de junio de 2022