La democracia en tiempos de espectáculo

17 junio 2022 5:57 pm

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Por Émerson Castaño

Los libertarios han puesto en lo más alto su trofeo del libre mercado. Celebran el hecho de que el Estado simplemente se reduzca a lo mínimo, a lo policial. Sin embargo, resistieron por muchos años la necesidad de enfocar “su mano invisible” en dirección a los más excluidos.  A Friedrich Hayek lo guardaron en los cuartos de invierno. Y como él, prevalecen otros enemigos del orden regulador, que se quedaron cortos en construir coherentemente respuestas a los problemas actuales, por ejemplo, “el colapso ecológico y la disrupción tecnológica […]”, y fracasaron en el intento de cumplir lo prometido, como lo referencia Yuval Noah Harari: “El liberalismo reconciliaba al proletariado con la burguesía, a los fieles con los ateos, a los nativos con los inmigrantes y a los europeos con los asiáticos, al prometer a todos una porción mayor del pastel. Con un pastel que crecía sin parar, esto era posible. Sin embargo, el crecimiento económico no salvará el ecosistema global: justo lo contrario, porque es la causa de la crisis ecológica” (Harari, 2018, págs. 34-35).

Hayek no aceptaría que todo haya sido un fracaso porque si no se pudo resolver en el tiempo prometido, la sociedad abierta –u orden espontáneo–, tiene la virtud de hacer florecer seres inteligentes con capacidades extraordinarias para solucionar todo tipo de problema, incluyendo los ecológicos. De hecho, él, se atreve a decir lo siguiente: “Generalmente, tenemos la confianza de que con el tiempo, cuando el recurso se agote, se habrá descubierto algo nuevo que o bien satisfará la misma necesidad, o, por lo menos, nos compensará por lo que ya no poseemos de forma tal que, en definitiva, estaremos exactamente igual que antes…” (Hayek F. , 1997, pág. 443). Aludido economista de la escuela austriaca, como el resto de los que la integran, jamás reconocerán la existencia de la crisis ecológica a nivel global, “no se puede frenar el desarrollo por querer salvar un nido de pájaros”, dirán ellos.  Tendríamos que preguntarle a la escuela austriaca de economía qué puede reemplazar el agua.

Muchas de las recetas de los economistas –guardianes del libre mercado– no han tenido la suficiente fuerza para responder a los problemas que ellos han originado. Y han sido derrotados en la práctica. Como también en materia de filosofía política construyen reflexiones problemáticas, digamos, consideran la democracia como una transición de poder  sin  que haya violencia, más exactamente de nuevo Hayek considera: “Ello no obstante, habida cuenta que se trata del único método conocido capaz de ofrecer una vía que adecuadamente permite asegurar la pacifica transmisión del poder político, es evidente que se trata de un logro en extremo valioso por cuya salvaguardia conviene, sin duda, luchar” (Hayek F. , 1982, pág. 174).

Y cada vez la apuntada “transmisión de poder político” se hace más simple y vacía. Quizás entonces el método democrático gusta para muchos por la razón anteriormente expuesta por el autor, sin embargo, recae en ello una enorme preocupación a raíz del ocaso de la deliberación en el foro. Quizás es la nostalgia de un Sócrates solitario en la plaza sin que los discípulos contraargumenten. Los interlocutores están cansados. Pues es allí en el agotamiento donde inyectan el espectáculo ¿Cómo puede incidir el espectáculo en una democracia en crisis? Templar las cuerdas y evitar al máximo que vibren. Luego, sin que existiera el celular, ni las redes sociales, Guy Debord, en La Sociedad del Espectáculo, 1967, hijo de su tiempo, tenía claro el impacto en la mente humano de la propaganda y la imagen, a saber dice: “…El espectáculo, entendido en su totalidad, es al mismo tiempo el resultado y el proyecto del modo de producción existente. No es un suplemento del mundo real, una decoración sobreañadida. Es el núcleo del irrealismo de la sociedad real. Bajo todas sus formas particulares –información o propaganda, publicidad o consumo directo de diversiones–, el espectáculo constituye el modelo actual de vida socialmente dominante” (Debord, 2010, pág. 39).

La imagen y la propaganda no trasmiten concepto, sino diversión. Pero quienes construyen la imagen y la propaganda, poseen y hacen uso de lo conceptual como instrumento de poder. Y en tiempos de cansancio,  abrazados por la democracia, el espectáculo cobra mayor fuerza en toda la sociedad, y condiciona un modo de vida –no deliberativo– y propende por un escenario exclusivo para incautos espectadores. La imagen y la propaganda posibilitan todo, solo se requiere el que mira. Es la dictadura de la imagen. Byung–Chul Han, alude: “Quien ofrezca un mejor espectáculo ganará las elecciones”.

Se esta es reestructurando la democracia para generar constantemente espectáculos.

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