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La Cosecha  |  07 mayo de 2019  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Una crónica de Blanca Isaza sobre las chicharras de Mayo

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Por Roberto Restrepo

Esperanza Jaramillo, la poeta y nieta de la escritora caldense Blanca Isaza de Jaramillo Meza, me ha obsequiado el libro “Blanca”, una antología poética y literaria, que reúne parte de los escritos de esta gran mujer de Abejorral, Antioquia, muerta en Manizales en 1967. Sentido regalo que me ha traído de nuevo el encanto de la lectura limpia, gracias a una mujer del Gran Caldas que le cantó a la vida a través de su prosa y su poesía.

Blanca Isaza fue autora de artículos sensibles, que eran presentados en la prensa regional, como el que transcribo a continuación, y que había sido publicado el 21 de mayo de 1960. Si bien este artículo no alcanzó a incluirse en dicha antología, su tema cobra vigencia en el mes de mayo, y nos introduce en la nostalgia de recordar las escenas que protagonizaban aquellos insectos.

“Decididamente yo no conozco unos animales más desgraciados, más parias que estas pobres chicharras de mayo. ¿De dónde llegan por miles en este mes florido, dedicado a la Virgen, musicalizado por los cantos místicos de los chicos y fragante de rosas nuevas? ¿Surgen del huevo, de la larva, de la crisálida? Aparecen matemáticamente en los últimos días de abril y en los primeros de mayo, lo mismo en el verano que en el invierno en esta zona tórrida, donde la ausencia de las estaciones hace fracasar todas las normas del calendario. ¿Dónde estuvo guardada su simiente durante un año? ¿En algún cuenco de roca basáltica, bordeando el vidrio insidioso del pantano o adherida como una triste vegetación parasitaria al tronco de los árboles?

En ninguna parte he hallado nada concreto sobre el asunto. Don Joaquín Antonio Uribe, en sus “Cuadros de la Naturaleza”, se olvidó de las humildes chicharras. En los libros de estudio que sirven para ilustrar a los alumnos minuciosamente sobre las características del elefante y de la foca, del pez espada y de la cacatúa, no aparece la más elemental noticia sobre ellas. En torno a su figura erizada de largas patas inútiles, que no saben cerrarse en tenazas vengadoras como las de los alacranes, sino que se aferran desesperadamente, con esa locura de los náufragos, a los vestidos de los chicos que son sus implacables verdugos, decorada con el estorboso apéndice frontal que le da aspecto de guerrero de la edad media, acorazada por su caparazón de reflejos metálicos como por una armadura infecciosa, la literatura ha hecho el más humillante silencio. Todos los insectos tienen sus panegiristas o sus detractores, pero las chicharras pertenecen al más bajo proletariado de la naturaleza. Nadie se fija en ellas, ni se las teme, ni se las desea, ni los naturalistas las han encontrado dignas de figurar en sus catálogos.

Tienen color de pobreza estas chicharras de mayo con sus hábitos carmelitas; tienen desolado matiz de hojas secas y apariencia de avellanas deformes; sus primas hermanas las cigarras de las zonas tórridas, en medio de la vegetación exuberante de palmeras y písamos y gualandayes, tienen siquiera el lírico estigma del canto, chillan bajo el sol en una locura de ritmo, entre fragancias de vainilla y piñuelas maduras. Es un crescendo de música bárbara que las aniquila y las revienta, pero hallan una muerte bien distinta a esta de las chicharras aplastadas por el despotismo de la llanta que las esparce repugnantes sobre el cemento de las calles.

Las hay negras, torpes, insignificantes en su mediocridad, de un negro opaco que no es el charol brillante de los escarabajos, ni el peluche mate de los murciélagos; es un tono ambiguo, desteñido, de insecto que vive lejos de la radiación solar. Los chicos tienen con ellas increíbles refinamientos perversos; con un sadismo irresponsable les arrancan las patas dentadas como mínimas seguetas inofensivas; les amputan el cuerno retorcido que se desgaja del casco guerrero de la cabeza con un traquido de chamizo que se quiebra; las agrupan en montones beligerantes, mientras ellos ríen con una crueldad cesárea viéndolas engarzadas en una lucha de pesadilla que no acaba nunca. Las atan en un suplicio de vuelo recortado que las indigna y las hace dejar al extremo del hilo opresor la pata mútila, o las encierran en cajas herméticas por el solo placer morboso de atormentarlas.

Los transeúntes las arrojan lejos con el pie como si se tratara de exiguas pelotas de fútbol o simples guijarros estorbosos. En su vuelo descontrolado, inarmónico, con ruido de motor que falla, se golpean locas contra las lámparas del alumbrado y caen patas arriba, lamentables, erizadas de garfios que se agitan buscando con vano empeño una brizna de yerba para asirse. Incapaces de volver a la posición normal, pesadas y tristes, los carros las laminan y los encargados del aseo las barren con asco.

Y hay que oír los gritos de espanto de las chicas cuando el hermano travieso les prende en el hombro, como un broche indígena la chicharra inocente, y la persecución alocada de la escoba cuando el mísero animalejo penetra ruidoso en la penumbra del dormitorio, ilusionado quizás por la llama quieta de los lirios o el espejismo en blanco de las azucenas.

Pobres chicharras de mayo que a lo largo de su vida aniquilada y deshecha, sin un asomo de misericordia, no han logrado con su tragedia oscura sino conmover este corazón mío en quien las cosas insignificantes y humildes y olvidadas hallan su defensor de oficio”.

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