Paisaje ambulante, paisaje cautivo

20 julio 2022 1:07 am

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Por Donéis Veloza

Hace un par de días mientras leía al magno poeta calarqueño Luis Vidales, se apareció ante mí una imagen poderosísima. Vidales me gusta porque cambia todo: pone el mundo patas arriba y al final nos deja una breve reflexión, sencilla, pero de dulzura entrañable. ¿Han imaginado alguna vez cómo sería un paisaje ambulante? Le dicen a Luis Vidales que los paisajes están sobrevalorados, que son siempre los mismos, que nada cambia. ¿Qué gracia tiene ver la misma montaña, con el mismo sol, con el mismo guayacán, florecido o no, pero al fin de cuentas la misma flor? ¿Qué de atractivo hay en ver todos los días, las mismas cosas, en el mismo lugar? Y aun así -digo, por darle algo de crédito al crítico de paisajes-, hay gente que, aunque los vean todos los días, todos los días ponen cara como de sorpresa. Quizá sea más al estilo de los espectadores de pintura que, aunque no entienden las pinturas, hacen cara de haber capturado su esencia más profunda, su mensaje más sublime, quizá solo quizá, por no parecer un torpe frente a sus amigos.

Vidales por un segundo reflexionó sobre lo que decía su interlocutor e imaginó cómo sería todo si los paisajes se mudaran de lugar. Que un árbol, con sus infinitas paticas blancas ambulara de un lugar a otro, y digo, que un pájaro se cansara del cielo y decidiera dedicarse a nadar; que las lombrices y los gusanos no hicieran más agujeros en la tierra sino en el aire o en donde les plazca o que los arbustos de café decidieran no dar más café sino, por decir algún capricho, papayas o guanábanas o bananos. Rechazó la idea Vidales apenas se dio cuenta que, si todo fuera así, no sería raro ver a los hombres corriendo con jaulas en las manos tratando de capturar los paisajes. Un paisaje secuestrado ya no estaría contento, por eso es mejor dejarlos como están, libres en su quietud.

Hace un tiempo, un anciano del pueblo me decía que todo ha cambiado mucho. Que ese potrero era puro monte, que en esa bananera había antes café, que ese guadual llegaba hasta casi el parque central, que el río tenía más agua, que el sol calentaba menos, que los climas se podían predecir, que la juventud era diferente, que se lloraba menos y se trabajaba más, que la tierra no necesitaba abonos, que los mangos eran más grandes, que los pollos no crecían tanto en tanto poquito tiempo, que los tomates sí eran naturales, y así. Seguro ustedes saben más que yo. Parece que, de alguna forma y en algún sentido, la imagen de Vidales se cumplió: los hombres hemos secuestrado el paisaje.

Hemos obligado al paisaje a cambiar, a mudar, a transformarse, a deformarse, y llamamos a eso progreso. Le inyectamos químicos a la tierra, y ahora no nace un fruto si aquellos no están presentes; rompemos la montaña con cianuro y dinamita, y luego nos bebemos el agua que ya no es agua; tumbamos el guadual para que las vacas coman, y luego mueren ahogadas por las inundaciones; bañamos las frutas en venenos para que solo se la puedan comer los humanos, pero se mueren también las abejas y con ellas todo un pequeño nicho de sobrevivencia, y otras más cosas que seguro habrán leído en las noticias o escuchado por alguien. 

Quizá sea el momento de afrontar una verdad un poco más grave y es que, la discusión ya no es la que tuvo Vidales hace unos cuantos años, de si nos parece o no aburrido el paisaje. La discusión ya es si debemos salvarlo o no. Que sea aburrido, no importa, pero que se salve. Que se pueda caminar sin recibir cobros por solo pasar un sendero; que se pueda observar libremente sin que aparezca un letrero de algún café o restaurante, que las filas perfectamente alineadas de cultivos que no aceptan otra forma de vida más que ellos mismos, sean cambiadas por otros que nos permitan pensar la comunidad de manera más útil y responsable con la historia construida y por construir; que nuestra agua, tan frágil por culpa de voluntad política histórica, vuelva a correr con libertad y salud, con   su subsistencia garantizada gracias a sistemas inteligentes de distribución y de cuidado.

Pero no, secuestramos el paisaje, lo deformamos, lo amenazamos de muerte y levantamos la vista como si no pasara nada. Qué faltan nos hacen profesionales que piensen nuestro territorio como los escritores de antaño. Dónde están y qué hacen los poetas, los cuentistas, los historiadores, los filósofos, los académicos, los políticos, nuestros líderes. Pensarlo no es solo hacer actividades “culturales” para decir qué bonito es nuestro paisaje o nuestro municipio, como si fuéramos ese crítico de arte que no sabe nada de arte. ¿Quién está pensando el territorio? La pregunta es honesta y espero una respuesta.

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