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Hace ochos días se conoció un documento firmado por investigadores afines al Pacto Histórico que defendían los saberes ancestrales y le metían codazos a la “ciencia hegemónica”, una declaración tan controversial como esa famosa: “La historia es un relato de machos, blancos, europeos”. Para completar, el documento hacía referencia a la “justicia epistémica”, un curioso oxímoron que Moisés Wasserman aprovechó para escribir una columna irónica y casi sabia.
En principio, estoy del lado de Wasserman. Si tengo que ir al quirófano, ruego a mis dioses ancestrales que me toque un cirujano hegemónico, no un chamán solícito.
“Algunos leyeron el asunto como una disputa entre las ciencias naturales y las ciencias sociales. Otros, como una confrontación entre el método científico y los saberes ancestrales, o entre el método científico y la popular consigna de Francia Márquez: « ¿Vivir sabroso es un objetivo anticientífico?», fue el título que le puso La Silla Vacía a una conversación virtual” (“Hegemonía, saberes ancestrales y política: el debate que nos puso a hablar de ciencia”, El Espectador, julio 23).
El tema es tan interesante que vale la pena deslindarlo de la arrogancia del columnista y de la visceralidad que pudo tener un documento de campaña firmado por académicos mamertos.
Lo primero que debo anotar, con el perdón de Wasserman y de la ortodoxia, es que la ciencia no es una sola. La ciencia de la URSS tenía unidades y teorías diferentes a las de la “ciencia capitalista”. La geología de las grandes compañías petroleras es muy diferente a la geología de los ambientalistas. La química de los laboratorios farmacéuticos difiere de la medicina honesta tanto como difieren la economía de Carrasquilla y la de Ocampo. Vistas así las cosas, la “justicia epistémica” (lo que sea eso) empieza a cobrar sentido.
Lo segundo es una pregunta: ¿solo los científicos pueden hablar de ciencia? Discutible. Es verdad que un columnista es un cero a la izquierda en un simposio de teoría de números, digamos, pero es claro que en temas como las políticas públicas de salud o del medioambiente o en derechos humanos ningún gremio debe quedar por fuera del debate. Son asuntos que les atañen a varias disciplinas y a todos los estamentos sociales. Aunque nos moleste a los cientificistas, las leyes sobre el matrimonio igualitario, el aborto y la eutanasia, por ejemplo, pasan por el Congreso, cuyas decisiones dependen más del sacerdote, de la opinión pública y de los prejuicios de los congresistas que de los criterios de los médicos (cuyos principios morales e incluso sus conceptos científicos también divergen).
En suma, lo sensato es abrir las puertas y las ventanas para que corra el aire y dialoguen los saberes y los quehaceres. Recordemos que la universidad no nos cayó del cielo: fue la suma de los saberes empíricos de los artesanos con la tiza, el tablero y el método de los sacerdotes de las escuelas catedralicias.
Hace 200 años la “filosofía natural” se dividió en áreas especializadas, las ciencias se hicieron agudísimas, los dioses perdieron potencia y las artes consolidaron el prestigio social que habían empezado a ganar desde el Renacimiento. A finales del siglo XIX, las divisiones eran tajantes: la ciencia tenía que descifrar el universo, la religión lo sacralizaba y lo cubría con velos de misterio, y el artista lo celebraba o lo maldecía, según el color de la bilis del momento.
Hoy las cosas han cambiado. La ciencia reconoce sus limitaciones y acepta que cada prodigio suyo resuelve un problema pero acarrea otros nuevos. Viejos y maltrechos, los dioses dan la pelea desde los más oscuros recovecos del alma, y el arte se reinventa y emerge como una suerte de ciencia estética, otra forma de conocimiento y de resistencia. La economía busca una arisca fórmula social, la democracia cojea, el planeta tose. Los sucesos nos están diciendo que nadie tiene todas las soluciones y que por eso mismo hoy es más necesario que nunca el diálogo de los saberes.