José Yesid Sabogal V.
El rechazo, una vez más, de impuestos a los productos ultra-procesado y azucarados, por parte de los industriales y sus turiferarios, es un gran ejemplo de lo que realmente es la economía de mercado o modelo neoliberal o la globalización económica, o cualquiera de los eufemismos con los que se ha prometido en el mundo, desde la década del ochenta, que con un Estado chiquito y un mercado libre y vigoroso se lograrían sociedades menos desiguales. Pero veamos primero un poco de historia sobre el fraude alimentario en Europa, que puede ser útil a propósito del debate actual en Colombia.
Los diversos eslabones de la cadena alimentaria (productores, comerciantes, restauradores, etc.), siempre han buscado modificar la apariencia de los artículos que venden: peso, volumen, gusto y olor, con el propósito de aumentar sus ganancias.
En el “Tratado sobre la comida adulterada y los venenos culinarios”, aparecido en Inglaterra en 1820, su autor el químico alemán Friedrich Accum se alarmaba de los fraudes cada vez más numerosos y de sus consecuencias sobre la salud de los consumidores. En el siglo XVIII, según el autor, los carniceros poco escrupulosos inflaban con aire el animal muerto para aumentar su volumen, maquillaban la carne ya grisácea utilizando colorantes como la cochinilla (parasito de algunas plantas) para devolverle su rojo frescor, y traficaban salchichas aumentadas con trozos de carroña. Los panaderos mezclaban la harina con yeso, tiza, arena, talco, fécula de papa, entre otros productos.
El químico alemán afirmaba que la pimienta blanca, más lujosa, muchas veces no era más que pimienta negra empapada en orina y secada al sol. La pimienta negra vendida a los pobres contenía una cantidad no despreciable de polvo. Para aumentar su acidez, se añadía al vinagre ácido sulfúrico; cobre a los pepinillos para hacerlos más verdes; melaza para colorear la cerveza; paja, hojas y diversos ramajes al té para hacerlo rendir.
Pero lo que más desataba la imaginación de los fraudulentos era el vino, señala el autor. Si estaba muy ácido, le mezclaban miel o sirope; si estaba muy claro, se le añadía grosellas aplastadas, casis o frutos de sauco; y si no había uva para fabricarlo, en su lugar se utilizaba semillas de jojoba, siguiendo la receta de un manual neerlandés que indicaba como hacer vino español sin vino.
Ciertos vinicultores utilizaban igualmente el litargirio, un óxido de plomo que sirve de colorante. El vino de Poitou, era conocido entonces por ser frecuentemente adulterado con ese mineral. En las Provincias Unidas (hoy Países Bajos), donde los bebedores apreciaban su bajo precio sin conocer exactamente su composición, este vino dio el nombre a la enfermedad “Colico de Poitou”, intoxicación que causaba fiebre, convulsiones, parálisis y la muerte, en muchos casos. Aunque poco controladas, estas prácticas eran severamente castigadas, en algunos casos los falsificadores eran enviados a la horca.
Tres siglos más tarde, las multinacionales de las bandejas de comida agrandan las pechugas de pollo inyectándoles agua. A fin de retener el líquido durante la cocción, les añaden polifosfato, un aditivo llamado estabilizante que fija el agua en las proteínas. La industria de los embutidos, por su parte, introduce nitrato de sodio en el jamón para darle un apetitoso tinte rosado. Pero, al contrario del siglo XVIII, estos procedimientos son legales, el fabricante solo debe indicar en el empaque, en pequeños caracteres, los ingredientes utilizados, frecuentemente en forma de códigos enigmáticos (E452 para el polifosfato, E250 por el nitrito, etc.).
Luchar contra el fraude alimentario resulta es, ciertamente, un trabajo dispendioso, más cuando esa práctica se banaliza. A los métodos clásicos (mantequilla cortada con leche, leche con agua, arena mezclada con azúcar, etc.), dice B. Bréville, hay que agregar las falsificaciones modernas el progreso de la química permite. Utilización de pigmentos sustraídos del plomo para colorear, arsénico para conservar, estricnina en la cerveza, óxido de cobre en el ajenjo, potasio en el pan de especias, por ejemplo.
Aun cuando el gasto público en Francia –como en todos los países bajo regímenes neoliberales- ha sido recortado drásticamente en cuanto al control de las plantas de producción y las cadenas de distribución, la carrera por la ganancia en la industria alimentaria –como en otras-, no deja de suscitar grandes escándalos. Es el caso de la lasaña con carne de caballo de Findus en 2013 y las pizzas congeladas de Buitoni, contaminadas con la bacteria Escherichia coli, en el 2022. En el portal de Dico du Vin, se estima que el 30% de botellas de vino que se venden actualmente en Europa son falsificadas y, en China, tres de cuatro de ellas. https://dico-du-vin.com/tag/litharge/
Si esto ocurre en Francia, uno de los países llamados más avanzados, no es muy difícil imaginar lo que sucede en países en vía de desarrollo como Colombia, que es sobre lo que proponemos echar un vistazo en la próxima columna.
*Epígrafe del libro “A Treatise on Adulterations of Food and Culinary Poisons”, de Friedrich Accum; Inglaterra, 1982. (Tomado de Benoît Bréville en “Fraudeurs alimentaires”; le Monde Diplomatique, Mai 2022)