La hija de los Andes

22 agosto 2022 6:45 pm

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Johan Andrés Rodríguez Lugo

Cuando me preguntan por Filandia – Quindío, respondo de forma rápida: Es esa colina iluminada en donde está el Hospital Mental, donde se encuentra La Calle del Tiempo Detenido, en donde se encuentra Helena Adentro, en donde en el parque hay un puesto de un señor que no recuerdo el nombre pero que vende esta combinación de arepa frita, salchichón y plátano frito, además de chorizo con arepa y gaseosa. Y obvio, en la Calle del Tiempo detenido está la Fonda de Azael que con sus sillas, boleros, tangos y canciones de antaño acompañan la estancia rodeados de fotos antiguas del departamento y el mundo. Ahora, también, se encuentra el Café Encanto que no es del todo encantador, sobre todo de noche y con lluvia porque no se puede admirar, y finalmente digo: Vayan, es súper bello, venden una caspiroleta deliciosa.

Pero hay más, claro, porque siempre hay más, sobre todo en el Quindío donde habitamos los quindianos que aún hoy nos preguntamos ¿qué nos hace ser quindianos? Y las respuestas apenas están apareciendo, o se están combinando, o se están reafirmando. Pero ahí vamos, paso a paso, descubriendo cuál es nuestra diferencia de los demás departamentos y qué es puntualmente lo que nos hace ser lo que somos, si es que al final somos algo realmente, algo tangible como un plato gastronómico, como un sitio en específico, como un objeto; o somos algo intangible, como un aroma, un sentimiento, un recuerdo conjunto más allá del terremoto que de cierto modo es en la modernidad algo que sí fuimos y todavía nos estamos componiendo.

En columnas pasadas he conversado sobre el recuerdo, sobre recordar y sobre ir hasta el pasado para traer al presente eso que pasó y que ahora podemos comentar de otra manera. Recuerden que con el comentario al libro de Juliana Castro mencioné ese rasgo curioso que me he encontrado en muchos habitantes del departamento que es su negativa a recordar, empezando por mamá, “que no recordaba porque no quería vivir ese dolor” o como papá, que sus recuerdos siempre son trabajando y haciendo cosas por su vida mientras alrededor se formaba una ciudad y un departamento, también cabe resaltar que algunos nacieron fuera del Quindío, pero llegaron muy jóvenes y el resto es historia, porque sabían, por ejemplo, que antes Calarcá era de Caldas y luego fue Calarcá del Quindío y dio igual porque “les tocó seguir trabajando y luchándola y haciendo cosas para sobrevivir”.

Entonces nuestra historia se divide de muchas maneras, por ejemplo, se supone que se inicia con la estancia de los Quimbayas, que ya sabemos, habitaron este territorio mucho antes que nosotros, al igual que los Pijaos, los Quindos y otras comunidades indígenas que como me decía un antropólogo: “de esos grupos que no sabemos no se cuenta nada porque solo se ha contado la historia de los guerreros vencedores, de los vencidos o de los comprados”. O sea que nos falta saber más de ese momento. Luego, el antes del departamento cuando existía territorialmente La Hoya del Quindío que luego pasó a ser el departamento del Quindío con sus eufemismos de territorio y pertenencia, pero esta historia también nos la cuentan quienes llegaron a colonizar, a habitar y a formar territorio fuera de sus territorios de nacimiento. Y bueno, lo demás también es historia.  

Y entonces la pregunta sigue latente: ¿qué nos hace ser quindianos y quindianas?

 

No quisiera caer en el lugar común de la pujanza, la resiliencia o el amor por el trabajo, siento que hay algo más, porque siempre, recuerden, hay algo más. Entonces tampoco podemos decir del todo que es el yipao porque no es nuestro, ni la bandeja paisa porque no es nuestra, ni la palma de cera porque la trajeron, ni el café porque también lo trajeron, mucho menos el aguacate porque delicioso y todo fue introducido, y ni siquiera mencionemos los pinos porque se abre un debate fundamental que no se ha terminado. No podemos decir que paisas, ni caucanos, ni vallunos. Tampoco podemos decir que la forcha, las arepas, el plátano o la yuca. ¿Será que entonces no somos nada?, o será más bien que somos todo esto. No es una respuesta, la pregunta sigue y debe seguir, algún día la hemos de responder, o la responderán.

Pero de todo lo anterior hay algo que no se dice, algo que pareciera no nos representa, algo que ni se menciona porque “para qué hablar de eso”, para qué mencionar eso si ya pasó, para qué conversar sobre eso si es mejor olvidar, estoy hablando, claro, de la violencia. Siento que nos falta hablar mucho de eso, siento que las historias todavía no han aparecido completas, siento que falta traer esos recuerdos y comentarlos para mirarlos, reconocerlos y saldarlos, porque creo que no debe ser gratis que algunos referentes guerrilleros que conocemos sean nacidos en estas montañas “tan bellas, frondosas y con el olor a jazmín, romelia y pino”.

Alberto Medina López, escritor, periodista y subdirector de Noticias Caracol, escribió un libro llamado “Para el alma no hay éxodo”, un texto que tuve la oportunidad de leer y conversar con el autor en la Universidad La Gran Colombia de Armenia en donde se hizo un conversatorio sobre el libro y sobre periodismo. Es la historia del nacimiento de Filandia, pero es también la historia del departamento del Quindío y es, además, todas las historias que nos contaron los abuelos, y me gusta esta frase: “La historia que nos contaron nuestros abuelos” porque a muchos los abuelos nos contaban historias, a otros no, pero la seguimos diciendo porque sentimos que incluso “los padres fundadores” son los abuelos de todos. Entonces don Alberto recoge los recuerdos de su municipio, los organiza, algunos los exagera para darle mejor sabor y los compone en este texto que nos habla, entre otras cosas, sobre la violencia.

Uno de los capítulos que más me llama la atención es el momento en que liberales y conservadores habitaban el municipio como vecinos, amigos y algunos, claro, amantes. Sin alardes, sin preocupaciones, sin más ganas que las de formar un nuevo territorio alejados de los vicios de las capitales y asombrados o maravillados con estas montañas tan dispuestas al progreso y al futuro. Mencionan los protagonistas de la historia, que todo estaba caminando común y corriente hasta que la muerte llegó disfrazada de contadores de la historia de los mil días y regresó el recuerdo de que en este municipio, como en toda Colombia, no todos tenían el mismo color. Lo demás es historia.

El amor, el territorio, la resiliencia, el progreso, la formación de sociedad, la violencia, es todo lo que somos. Debemos, creo, reconocernos desde todo: lo bueno y lo malo, si es que existe realmente esa diferenciación o simplemente son circunstancias. Pero este libro que trata, de cierto modo, de dar respuesta a la interrogante que les propuse al inicio, es una visión desde el pasado sobre lo que nos formó también como sociedad. Les invito a leer el texto, pero también a que sigamos buscando esta respuesta, porque siento que hay más, siempre hay algo más.

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