Carlos Alberto Agudelo Arcila
Personas en ningún período observadas por nuestras vidas, viven en lugares inciertos, beben, rezan, fuman, creen en algo, se desnudan, visten de la mejor manera, son harapientas, escupen, ríen, se afeitan, aman, odian, asesinan, terminan siendo piadosos, nunca hacen mal a nadie, se agitan hasta ahogarse, colocan puntos suspensivos en cada una de sus pronunciaciones, discrepan sin rubor frente a la sombra de la mujer silenciosa en la banca del parque, se van a los golpes por una coma. Personas de no consumir esto, aquello, intrépidas, de jamás advertir en una mañana atípica el acontecer de sombras indefinidas. Personas por conocer dentro de la neblina espesa, crecen cuando se acercan con cigarrillos apagados en sus labios, mundo furtivo el de ellas. Personas para ser amadas a través de una primera y última contemplación, atraviesan puertas y ventanas, huyen del aroma del crisantemo.
Personas sabias, coherentes, con manos sigilosas, listas a no decir nada. Permanecen allá, viven acá, se soslayan, sufren, gritan, ejercitan voces sin ecos, no van a misa, maldicen al pie del roble marchito, miran con amor la hormiga, aplastan avispas, desenhebran el tiempo perdido, le bajan ruedo al pantalón junto al abismo, ponen botones de presión a camisas inservibles, saltan desnudas al pie de la noche hasta lograr corregir una posición en el poema erótico. Frutas amarillas, junto al faro sin luminiscencia, es brillantez infecunda para ojos sumidos en su ceguera de no desear ver el mundo más lejos de sus propias convicciones. Se tensionan personas inocentes de haber nacido. Permanecen quietas sobre dinteles recién desmontados, nadie comenta algo, la soberbia reclama tratamiento especial desde el suntuoso vestir de cada una de las personas, desde sus corbatas y pliegues de pantalones finos, se sienten grandiosas a partir del espacio tridimensional de su nada.
Personas para el lunes, genuinas, abandonadas a las tres y cinco minutos y once segundos de la madrugada, no hablan, no prevén el paso de la época, abandonan el mundo a una hora exacta o profieren expresiones entrecortadas, cavilan el arribo de infantes deslumbrados, silenciosos, caminan atajos difíciles, recorren abismos sin fin.
Son declinables a la hora de elegir entre un burdel y la palabra bien escrita. Se olvidan de ser surrealistas, tienen fe en la sombrilla bajo la lluvia amenazante, no les importa el oráculo de Delfos, lo imposible se torna algo transcendental por resolver, beber una gota de rocío crea en cada una de ellas el síndrome desastroso del diluvio universal. Declinan. Declinan y… Declinan a causa de ver una bicicleta blanca sin nadie que la maneje calle abajo. Declinan el martes bajo la lluvia de Breton. Declinan “el cadáver exquisito”, “el azar objetivo” y se introducen en el Balzac interminable, en “La comedia humana” a punto de libertar el día del azul verdoso en verde intenso, en azul extremo. Declinan, son expertos en declinar. La medianoche es devorada por cocodrilos de agua dulce para dársela de beber al sediento con reptil, barrizal y todo.
Personas como Lázaro de Betania, después de resucitadas, van al bar lleno de clientes, beben, fanfarronean respecto al ultramundo de donde acaban de llegar, se desvisten de sus mortajas, nadie escucha el bullicio de los revividos ni se dan cuenta de la desnudez propiciada por estos entusiastas de vida. Lázaro de Betania hay en cada terruño del planeta tierra, trastabillan, se desempolvan en medio de la multitud, muchas personas peguntan si son borrachos sacudiéndose su polvo eres después de salir de un precipicio, semejante a una tumba. Están en su derecho de volver a nacer, de ir por el globo terráqueo, embriagados, a dar la buena nueva de su triunfo existencial.
Personas perturbadas por el silencio, o sanas y sabias, o nadie sabe qué… Ahí están, a veces no se encuentran, no tiene relevancia, son personas, solo personas, eso es, personas como poltronas declinables, descienden hasta la base de ellas mismas. Terminan por sentarse en sillas de lujo o estropeadas, los declinables…