Agostino Abate
Se decidió a entrar. Eran como las cuatro de la tarde. Afuera, en la plazoleta adoquinada circulaban decenas de estudiantes. Cada uno dirigido a su meta específica. Quienes al salón, quienes al gimnasio al aire libre, quienes a la biblioteca u a una sala de estudio y otros que no sabría dónde.
Una cinta roja rodeaba su cabeza, llevaba una camiseta informal y unos jeans con amplios rotos, muy a la moda, que dejaban entrever una amplia área de sus piernas. Calzaba unos tenis rojos como el color de la cinta que apretaba sus sienes. Miró alrededor. Nadie observaba. Cada uno estaba ocupado en sus asuntos. Decidió entrar.
Mirando hacia arriba leyó la frase escrita con letras doradas en relieve: “Dilo a todos: Dios te ama inmensamente “que durante más de veinte cinco años ha sido leída por generaciones de jóvenes, a comenzar de aquella de mis queridos amigos peludos, ahora profesionales con éxito, que en los años’90 decidieron recoger firmas para que la Universidad tuviera una capilla.
Dirigió su mirada temerosa a su alrededor, como si escaneara todo con sus ojos, luego fijó su atención, como fuese imanada, en el crucifijo elaborado de forma natural con dos troncos de café maravillosamente entrelazados por la fantasía de un reconocido artista manizaleño. Allí se paró un largo rato, contemplando el dolor del crucificado y buscando una conexión entre él y el anuncio de un amor inmenso para todos, como lo había leído en la escrita que campea en el pequeño ábside.
No puedo aseverar si se tratara de éxtasis, pero si, de profunda contemplación. Ni pude entender de qué carrera era la estudiante porque son miles las que llenan los salones de la u.
Mi imaginación se puso a volar. Tal vez, dada la cercanía a la Facultad de Ciencia de la Salud, estudiaría Medicina o Enfermería o Gerontología y entonces entendería mejor a un crucificado irreconocible por la tortura como irreconocibles son los sin nombre de la morgue de la universidad donde se practica la disección.
O tal vez se trataba de una estudiante de Biología o de Química llena de dudas sobre el origen del mundo y de la vida, preguntándole a ese crucifico en que momento y de qué forma pudo llegar, seguramente no por evolución espontánea, después del big bang, la presencia del amor en el mundo.
Podría haber sido una estudiante de Filosofía que al dirigirse a la biblioteca para encontrar en los libros respuestas a sus porqués fue atraída por aquella luz roja que perennemente titila en las iglesias como testigo que señala que allí mora la única presencia que sobre la tierra vale. ¡Cuántas dudas puede tener un estudiante de filosofía! ¡Cuántas respuestas le habrá podido ofrecer el autor de la verdad!
O era una estudiante de las ingenierías preguntándole al Ingeniero del universo más capacidad y más explicaciones para entender las fórmulas de cálculo de los primeros semestres, para no ser involucrada en el doloroso proceso de la deserción escolar.
También podría ser alguien de Comunicación Social impactada por la mirada comunicativa del crucifijo que expresaba amor y comprensión, no obstante, los enemigos gratuitos que lo habían involucrado con fake news en la terrible experiencia de la cruz.
También los estudiantes de Física necesitan resolver dudas. ¿Será ella una de ellos, me pregunté? Tal vez sí. Probablemente habrá escuchado aquellas palabras del físico Einstein: “el hombre es verdaderamente grande cuando se pone de rodillas frente a su creador”.
Porque, improvisamente se pone de rodillas y queda en esa posición por algunos minutos, luego repentinamente se levanta y como si hubiera encontrado una nueva amistad en aquel crucifico hecho de palos de café colgado a la pared, se pone a su lado, sonríe, se toma una selfie con él, como si fueran viejos conocidos.
Luego con la misma circunspección con la cual entró, salió de la capilla y se perdió por los poblados senderos de la Universidad. Una muchacha de la cual nunca conoceré el origen, el nombre, ni la carrera, pero tengo la certeza que ella y yo en el Facebook divino tenemos un amigo en común a través del cual podemos chatear.