Roberto Estefan Chehab
Comienzo por opinar que el “amor perfecto” es una utopía y no por eso amar pierde su inmenso valor. No creo conocer a nadie que no haya desarrollado algún apego respecto a una relación sincera y buena: eso es, en las relaciones humanas, completamente habitual. Me refiero a la persona común y corriente, o sea, a la inmensa mayoría de los individuos. A veces, en momentos de crisis, de duelo, de fracaso, de cambio se escucha la trillada sentencia: su sufrimiento es por apego, no por amor: es egoísmo y dependencia, es inmadurez, posesividad e incluso obsesión y aunque mucho de ello tenga algún atisbo de verdad no es menos cierto que el sentimiento brota de una mutua interdependencia, una necesidad de cada uno, un interés de buscar complementariedad, compañía, camaradería, estabilidad: nadie es dueño de nadie y sin embargo la exclusividad en la intimidad de una pareja es sinónimo de la expectativa de lealtad y fidelidad. “No se puede servir a dos amos a la vez” y por eso, cuando una pareja se enamora y decide compartir el camino, de ahí en adelante, surgen una serie de circunstancias que suponen respetar y edificar puesto que nace un compromiso que implica renunciar a otras posibilidades, centrar la energía en el mundo del hogar o “el nido” que se comparte y entender que es imposible desligarse de algún grado de acatamiento de un lado y del otro. El simple momento de compartir la cena cada día, esperar la llegada de la pareja o su llamada, la inquietud por la demora cuando la costumbre se va estableciendo y surgen imprevistos, el dolor que se siente cuando el otro sufre, por cualquier cosa, el miedo de perderlo, por lo que sea; la alegría por los logros ya sean comunes o individuales son asuntos que no escapan al hábito de ir fusionándose espiritualmente como preámbulo a la construcción de un espíritu de cuerpo que va aferrando fuertemente la relación, lo que se construye en ella y, los múltiples frentes que se van adhiriendo al proceso de estar juntos: familias, amigos, proyectos, angustias, éxitos y hasta el proceso mismo de envejecer. Así las cosas, no es tan sencillo descalificar el apego que se crea y ¿podemos afirmar a ciencia cierta que eso es malo? ¿o dañino? Yo, la verdad, creo que es un tema muy complejo y profundo como para simplificarlo y descalificarlo hasta el punto de ser capaces de afirmar que el problema son los apegos. Por esa concepción hoy vemos a tantas personas que le huyen al compromiso, que prefieren “vivir sus propias cosas”, que no creen en las consecuencias del egoísmo y rehúyen a la bendición que pueda significar una compañía estable y leal. No confundamos entonces al apego con una dependencia enfermiza o una manipulación desventajosa o una imposición malsana o un dominio de uno contra otro. Hay muchas razones por las cuales dos personas se juntan o se alejan, eso es cierto, pero cuando alguien está sufriendo por la pérdida de algo que ha sido valioso no es adecuado centrarlo todo en definirle que eso no es amor sino “apego”. Mas bien analicemos las motivaciones, los hechos particulares e íntimos, los rasgos de personalidad y la arquitectura de las relaciones, elementos tan peculiares y únicos en cada ser humano. Desapegarse, de todas maneras, es algo que debe ocurrir cuando algo se va, pero no es viable creer que somos tan perfectos como para amar solo por lo sublime que es ese sentimiento. Siempre el uno necesita del otro. Los padres, los hijos, los amigos todos tenemos apegos. Lo grave es entregarse de tal manera que se renuncie a la identidad propia y lo que ello conlleva; eso ya es otro cuento. No olvide que estar o no estar es asunto de voluntad y decisión y el riesgo de que las cosas pasen es equivalente al que tenemos de morir, siempre está presente: mientras exista algo sano e importante hay que cuidarlo y valorarlo sin ignorar la posibilidad de que termine. El proceso de vivir debe seguir.