James Padilla Mottoa
La mayoría lo sabe: yo soy del tiempo de antes, de la cintura del siglo pasado; soy del tiempo en el que había un gran respeto por los mayores y por todas las personas; soy, además, del tiempo en el que el fútbol era un deporte emocionante de verdad.
Mi amor al fútbol surgió una tarde en que mi padre me llevó a la cancha municipal de La Isleta para ver un juego amistoso entre el campeón de mi pueblo y el Deportivo Zarzal. Esa tarde de domingo quedó marcado mi destino con ese fútbol que se jugaba con entereza porque era un deporte en el que se actuaba corriendo y con los brazos abiertos como remos; se saltaba con los brazos en alto como es apenas natural que salten los humanos. Ese fue el fútbol que yo conocí y del que quedé prendado, el fútbol de hombres que asimilaban su práctica como un juego de fricción en el que era absolutamente inevitable el roce, el pie que llegaba un poco tarde o la mano que buscando apoyo rozaba la pelota, sin que ello ameritara una sanción.
Amigos, yo soy de la época en la que el único Var que existía se escribía con B y era el sitio ideal para celebrar la victoria o paliar la derrota con unas cervecitas o una media de aguardiente. Soy del verdadero fútbol que nos entregaba la máxima emoción de un gol en directo, sin cuotas, sin tiempos diferidos como son los que ahora nos da el famoso Var, un mecanismo tecnológico que nació para hacer justicia pero que está resultando todo lo contrario.
El fútbol que conocí ni siquiera sabía de las tarjetas; los árbitros eran totalmente dueños del criterio para amonestar o expulsar y esto último solamente cuando era muy clara la mala intención o la alevosía en la jugada. Ese fútbol les daba como elementos principales para su actuación cuidar la integridad física de los contendientes, pero también preservar el espectáculo. Y es que el espectáculo no se preserva expulsando por cualquier cosita, por un pequeño pisotón o un roce insignificante que se agranda por jugadores que dejan de serlo para convertirse en pésimos actores que caen fulminados, se retuercen, golpean la grama con el puño y piden Var para rajar al adversario.
Era un tiempo en el que los ancianos que legislaban sobre las reglas del fútbol se tomaban muchos años para acometer alguna pequeña reforma por temor a lastimar el atractivo del espectáculo. Tiempo también en el que no existían los vándalos de hoy, unos bandidos que se empeñan en alejar de las canchas a los que porfían en la búsqueda de emociones que les depare algo que siguen llamando fútbol, pero que difícilmente se parece al de aquellas tardes, ya lejanas, de mi juventud.