Todavía no salimos de la consternación. Nobles y plebeyos lloramos “la caída del puente de Londres”.
Leo en El Espectador: “El fútbol se suspendió, en los teatros las luces se atenuaron y las huelgas quedaron canceladas. Los premios de música se pospusieron y los pubs se llenaron de gente y lamentos. La televisión cambió su programación por completo y todos los presentadores visten ahora de negro”. Todos lloramos, incluso los que no estudiamos en el Colombo Británico, como sir James Arizabaleta. ¡Es un dolor intercolegial!
Qué será del mundo sin ella, faro de la humanidad, punto de equilibrio del universo estático y del mayestático, reina por la gracia de Dios del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, jefa de la Mancomunidad y de Australia, Canadá, Fiyi, Tabatinga y Tangañika, de 54 naciones y 2.500 millones de súbditos, del orbe entero con excepción de Inglaterra, donde reinaba pero no gobernaba porque se trata de un Estado oximorónico, una “monarquía parlamentaria” (como un banco filantrópico, digamos).
Por alguna razón maricona, Europa adora los reyes. Son figuras de cera, pero glamurosas. Hacen lo que todos quisiéramos hacer, poca cosa. Los reyes nunca sirvieron para nada y sus coronas siempre fueron tan frágiles que podían caer por el silbo de un canario.
Bueno, hubo una monarquía históricamente útil: reinó hasta finales del XVIII, cuando la burguesía se emputó, atizó al pueblo, ardió París, rodaron cabezas, coronas y pelucas y nació la democracia. La burguesía en primera línea, un espectáculo que veremos en estas tierras gracias a la piquiña que producen las políticas sociales de Petrus Imperator.
La consternación es doble: sufrimos por la muerte de Isabel II y porque nunca supimos qué hacía realmente la flemática señora. Durante las siete décadas de su reinado, Inglaterra sufrió una decadencia ruinosa. Churchill fue derrotado en las urnas. El imperio pasó de amo del mundo a valet parking de sujetos como el actor Ronald Reagan, los Bush y Trump. Apoyó todas las invasiones estadounidenses y aprobó el brexit. El pueblo británico eligió y reeligió a Margaret Tatcher, una señora de voz estentórea y credo maluco: la sociedad no existe, sólo la familia. El Estado de bienestar es insostenible. Los pobres son haraganes.
El huevo de la serpiente del neoliberalismo fue incubado por la señora estentórea y el actor de reparto.
Antier, Reino Unido eligió como primer ministro a un clown de tercera, Boris Johnson, y ayer, a Liz Truss, un engendro del jurásico, fundamentalista probrexit y enemiga jurada de las leyes que benefician a la población transgénero en Escocia, una nación que se opuso al brexit.
¿Cómo pudieron suceder tantas desgracias en las narices de la reina más poderosa y sapiente del mundo contemporáneo?
La corona inglesa es la más rancia de todas y la única que aún usa cetros y coronas y emite proclamas capaces de ruborizar a los Borgia: “A la muerte de la reina, proclamamos de lengua y corazón que Carlos Felipe Arturo Jorge se convierte en nuestro único señor feudal legal y feliz”. ¡Sir Elton, escríbales algo menos horrible, por Dios!
¿Cómo llenar el gran vacío que deja Isabel II? Es fácil: con esa Gran Nulidad que es Carlos III, el anodino y culifruncido rey de Inglaterra. Vimos su temple minutos después de que el arzobispo de Canterbury lo ungiera con aceite sagrado en la abadía de Westminster, a 12 metros de la tumba de Newton: cuando llegó el momento de firmar el acta de posesión, el rey notó con alarma que había un tintero que estorbaba en la mesa. Fue tal su ofuscación que agitó frenéticamente la mano derecha sobre la cosa hasta que un criado acudió presuroso y la corrió las pulgadas necesarias para que la Gran Nulidad estampara su inútil firma.
P. S. Propongo este epitafio: Aquí Isabel II reposa / jamás hizo otra cosa.