Álvaro Mejía Mejía
Hugo Salazar Valdés nació en Condoto, Chocó (1922), y murió en Cali, Valle (1997). Según la biografía de la Red Cultural del Banco de la República (…) realizó estudios literarios en Popayán. Vivió en ciudades del sur de Colombia, como Cali, Pasto, Buga y Tuluá. Pasó sus días entre los libros, "sustanciándome de su sabiduría", según sus palabras. Se jubiló como docente. Fue subdirector de la Biblioteca Nacional y director de Cultura Popular y de la revista del Teatro Colón.
El profesor Fabio Martínez cuenta: sus alumnos por la forma como dictaba los cursos sobre el Quijote, la poesía de origen árabe y la poesía latinoamericana. El profesor, en vez de hacer una exposición formal sobre Cervantes, el poema de origen árabe «Abenámar», los Poemas humanos de César Vallejo o la poesía negra del cubano Nicolás Guillén, sacaba a relucir sus capacidades histriónicas y los interpretaba en clase. Era un performance rítmico y sincopado que seducía hasta al más lento de la clase, una especie de poética pedagógica que rompía con los moldes de la escolástica tradicional tan en boga por aquellos años.
El poeta, además de su profesión de educador, se ganaba la vida declamando poemas latinoamericanos. Cuando lo conocía, en el año 1985, su voz ya estaba bastante afectada.
Salazar vivió inicialmente en su natal Condoto. La selva lo marcó de una manera especial. En el poema dimensión de la tierra la presenta como solo José Eustasio Rivera pudo hacerlo en La Vorágine: ¡Allí empieza la selva! ¡La ancha selva! / que devora, que atrapa, que acribilla, / descomunal, satánica, sin tiempo, / en hoguera de sola lengua verde! / (…) La selva en donde Dios se perdería / de misterios sinnúmero y caídas. / La presencia del monstruo, / la zozobra, la entraña del abismo, / las ficciones, la fiebre vegetal con ojos ásperos, / la luz crucificada, la tormenta. / La parte final de este largo poema es un grito de protesta, donde clama por escuelas y hospitales para esa región olvidada de la patria.
La falta de oportunidades y la pobreza lo obligaron a deambular por ciudades del sur de Colombia, hasta estabilizarse en Popayán, donde hizo sus estudios literarios. Allí, fue influenciado por la poesía de Piedra y Cielo, la que después dejaría para dedicarse a lo suyo, la lira negra.
Fabio Martínez explica ese tránsito así: La búsqueda de la identidad poética en Hugo Salazar Valdés hacía parte de la búsqueda de su identidad como afrodescendiente. Por esto, y desde muy temprano, intuye que el modelo “Piedracielista” no es lo suyo, no es el tono de su poesía; no representa la poética que le interesa expresar; y rápidamente, como un hombre que ha nacido rodeado de mar y selva, comienza a encontrarse con su mundo, en las “Once elegías”, que escribió a lo largo de su vida.
Él tiene poesía colorista y social. Dentro de la primera, particularmente, destaco dos poemas de todo mi gusto, El baile negro y La negra María Teresa.
En Baile Negro nos canta con los ritmos de su raza: Tin tan, tin tan., tin tan suena el timbal; porongo, oblongo, marongo; ronca el bongó; gime la flauta, ruge el tambor y entre los “chasquis” de las maracas va el lagrimón.
La negra María Teresa nos muestra la sensualidad y el baile de las mujeres de su raza: Oscura, de tinta china, era la María teresa. Pupilas de lumbre mora, piel de betún y brea, sonrisa de caña dulce su boca de miel de abejas y las manos como dos guillotinadotas negras.
Sus obras: Carbones en el alba. Editorial IQUEIMA, Bogotá, 1948. Casi la luz. Editorial Cosmos, Bogotá, 1954. Pleamar. Imprenta Departamental, Cali, 1975. Poemas amorosos. Imprenta Departamental, Cali, 1976. Rostro iluminado del Chocó. Editorial FERIVA, Cali, 1980. Antología íntima. Colección de poesía Escala de Jacob. Universidad del Valle, Facultad de Humanidades, Cali, 2005.
La "Antología íntima", su última obra, fue publicada por el Ministerio de Cultura en 2010. Se trata de un inventario literario realizado por el propio poeta, poco antes de su muerte.
Particularmente, conocí a Hugo Salazar en una conferencia que dictó en la universidad La Gran Colombia de Armenia sobre la poesía negra.
Recuerdo que, llegado el mediodía, nos fuimos caminando, desde la universidad hasta el centro de la ciudad, el poeta Hugo, el gran declamador Sabas Mandinga y quien escribe esta nota que, por esa época, cursaba los estudios iniciales de derecho en ese centro educativo.
Aún recuerdo la figura del poeta: alta, fornida, pulcra, con aire de sabiduría y prudencia. Me llamó la atención su elegancia, que brillaba aún más con su corbatín bien combinado.
Conversamos ese día y los siguientes sobre temas literarios. Se quejaba Salazar de la mala calidad de la poesía que se estaba publicando. Yo tuve la osadía de leerle varios de mis poemas, que aún no conocían la luz pública. Recuerdo que me dijo: ¡eso es distinto! Ahí hay un diamante. Se debe pulir… pero es un diamante.
Quedamos en la noche de reunirnos los tres para una tenida literaria. Con Sabas compramos el aguardiente y, curiosamente, unas bolsas de leche, porque así acompañaba el licor el maestro Salazar Valdés. Esa noche aprendí muchas cosas de la literatura negra y nos deleitamos con las interpretaciones majestuosas de Sabas.
A la una de la mañana estábamos buscando un restaurante y, específicamente, uno que vendiera mondongo, el plato favorito del maestro, que coincidía con el mío. Al fin lo encontramos en la carrera 17 entre calles 18 y 19, a la vuelta del almacén Ley. A partir de ese momento quedé ungido de la magia de la poesía negra, afroamericana, afroantillana, entre algunos de los nombres que se utilizan para designarla y diferenciarla de otras expresiones líricas.
Después dictaría el bardo una maravillosa conferencia en la Sociedad de Mejoras Públicas de Armenia. Fue presentado por el doctor César Hoyos Salazar, exalcalde de esa ciudad y exconsejero de Estado. Yo grabé esa magistral pieza, y después Sabas Mandinga la reprodujo en casetes que puso a disposición del público.
Antes de la conferencia, el doctor Hoyos Salazar le dio al poeta un recorrido por los municipios del Quindío. Al pasar por la parte rural de Salento, este exclamó: mirad cómo se desliza esa serpiente líquida en busca del infinito. Y no dejaba de decir que le gustaría dedicarse escribir en el filo de una de esas montañas.
Meses después, Sabas y yo preparamos un gran homenaje al poeta en la ciudad de Armenia. Llegado el día, todo estaba dispuesto: el hotel, el teatro del Círculo de Periodistas, la logística. Se habían vendido todas las boletas y los artistas invitados solo esperaban la hora nocturnal del evento. Las palabras estarían a mi cargo y se esperaba con ansiedad la intervención del maestro.
La tarde se nos hizo larga. Permanentemente llamábamos al hotel Palatino para preguntar si el poeta había llegado, pero siempre la respuesta fue negativa. Por fin, el maestro se comunicó con nosotros y nos informó que un hermano suyo había fallecido en el Chocó y que, por tal razón, no podía asistir al evento. Pues bien, decidimos que el homenaje se haría sin su presencia física. Con un teatro totalmente lleno se realizó el ágape, que quedó como un testimonio de admiración y aprecio a uno de los más importantes cultores de la poesía negra de América. Entre los artistas que actuaron esa noche, sin cobrar un peso, recuerdo al gran Germán Rodríguez, que comenzó su intervención con una de las más bellas piezas de la música colombiana, Tierra Labrantía, del maestro Carlos Vieco, a quien, a propósito, le escribió una obra muy valiosa que se suma a la del maestro Jaime Rico Salazar.
Termino esta reseña con las palabras del profesor Martínez: Hugo Salazar Valdés pasó sus últimos años de su vida en Cali. De su obra, hablaron Rogelio Echavarría, Jaime Mejía Duque, Vicente Pérez Silva, Fernando Ayala Poveda, Hortensia Alaix de Valencia, Alfonso Martán Bonilla, Julián Malatesta y Alain Lawo-Sukam. El poeta del Chocó jamás se preocupó si la crítica en Bogotá lo incluía o no en las famosas Antologías de poesía colombiana. Tampoco se interesó por pertenecer a capillas o círculos literarios. En el fondo, era un hombre solitario que cuando se jubiló del Magisterio le gustaba pasearse por las calles calientes de la ciudad con su vestido entero, impecable, y su lujoso artefacto rojo que se colocaba a la altura del cuello. Agrego, el mismo que, desde hace años, y tal vez pensando en él, suelo llevar adornando mi veste de abogado y poeta.