La matanza del Palacio de Justicia

9 noviembre 2022 5:22 pm

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Por Luis Alfonso Ramírez Hincapié *

 

Uno de los principios fundamentales del Derecho Internacional Humanitario (DIH) es el de “distinción” entre quienes participan directa y activamente en el conflicto y quienes no se consideran protagonistas de acciones de violencia, es decir, la población civil. La aplicación de este principio obliga a que se garantice un trato humano y de protección a quienes no participan de las hostilidades y a que se reconozcan en ellos todos los instrumentos del DIH para la preservación de su vida, bienes y honra.

La Conferencia Internacional de la Cruz Roja de 1921 establece que todas las víctimas de la guerra civil o perturbaciones que esta origine, tienen el derecho de ser socorridas. En la toma del Palacio de Justicia nada de lo anterior se cumplió por parte de los guerrilleros del M-19 como por la fuerza pública. El tratado de La Haya referente al derecho de los combatientes sobre el uso de ciertas armas y al trato que deben recibir los prisioneros, también fue desconocido por el Ejército y la Policía Nacional que realizaron desapariciones forzadas y torturaron a sus enemigos.

El principio de distinción fue violado por el M-19 por la aprehensión de rehenes civiles ajenos al conflicto armado, durante el sangriento episodio del 6 y 7 de noviembre de 1985, y por la fuerza pública en la ejecución de la contratoma, por no distinguir entre  civiles y combatientes, cuando rescataron el Palacio de manos de los subversivos, con un ataque indiscriminado que implicó  también violación el principio de proporcionalidad por la excesiva cantidad de material bélico que empleó en la operación (rockets, explosivos, tanques cascabel y urutú).

El empleo de estos artefactos produjo la inmolación de jueces de las altas cortes y civiles que allí se encontraban, que hoy merecen ser recordados: magistrados Alfonso Reyes, Ricardo Medina, Fabio Calderón, Darío Velásquez, José Gnecco, Pedro Serrano, Alfonso Patiño, Carlos Medellín, Fanny González, Emiro Sandoval, Jorge Echeverry y Julio Andrade.

Igualmente fallecieron 16 subalternos y todos los guerrilleros y guerrilleras (15), comandados por Luis Otero, Alfonso Jacquin y Elvencio Ruiz. Para liquidar a los subversivos se acabó también con la vida de los magistrados, empleados y civiles, como si la vida, los valores jurídicos y los sentimientos humanitarios no importaran sino únicamente aniquilar al adversario, aunque al mismo tiempo se desconocieran la vida y la integridad personal de inocentes, en operación como la de tierra arrasada al estilo nazi. La Casa del Florero a donde fueron llevados por la fuerza pública muchos prisioneros se convirtió en centro de torturas y asesinato.

Belisario Betancur, presidente de la república en esos aciagos días, fue absuelto de toda responsabilidad y protegido, igual que casi todos los militares. Aquel se fue a la tumba sin cumplir la promesa de decir en un libro la verdad de lo ocurrido, pues permitió que los militares manejaran la situación sin dialogar con los guerrilleros y, lo peor, de ignorar a los magistrados y civiles inmersos inocentemente en el acto de guerra – prisioneros en el Palacio humeante – ante el sonido de los disparos que estremecían los corazones de los cercanos al lugar y el olor fétido de la muerte atravesando el alma de los colombianos. Era su obligación cesar el fuego mientras se rescataban y ponían a salvo los servidores de la justicia.

Se permitió la entrada de la guerrilla al Palacio para así exterminarla sin posibilidad alguna de sobrevida: una verdadera masacre. No existió ánimo de proteger la vida de los rehenes indefensos y sí, en cambio, demostrar la capacidad de ataque de las fuerzas armadas estatales, que en los campos no habían podido acabar con el movimiento subversivo.

La voz suplicante del presidente de la Corte Suprema de Justicia, la que Belisario Betancur se negó a escuchar, es la misma que salió de la boca de Alfonso Reyes Echandía, como se lo recordó en carta al débil mandatario el hijo del inmolado: “Paradoja brutal es la del juez que, siendo titular del soberano poder de juzgar a los hombres, sea al mismo tiempo el más indefenso de los mortales. En un Estado de Derecho todo el poder material de las armas ha de estar al servicio del más humilde de sus jueces; solo así será posible oponer con ventaja a la razón de la fuerza, la fuerza de la razón”.

Misiva que concluyó Yesid Reyes: “Que Dios lo ayude, señor Presidente, a llevar sobre su conciencia la indelegable y compartida responsabilidad por la muerte de quien como mi padre sólo sirvió a su patria y al gobierno que lo ignoró”.

 

*Presidente

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