Carlos Alberto Agudelo Arcila
Siento compasión al observar a “grandes intelectuales” de mi pueblo, envidiosos, egoístas, cacareadores de su vanidad, con sus egos estirados hasta el puente cercano, el que está a punto de colapsar con egos y todo.
Desde siempre fue urgente inventar a Dios.
Qué desperdicio de óvulos y espermatozoides, la maldad.
¿Y si en algún momento los pararrayos de las iglesias no protegieran a su Dios?
Tratar de ser importante es buscar una imagen perfecta de sí mismo, en vidrios pulverizados.
Luchar por ser nadie, salvo uno mismo.
Después de muerto me causa risa irónica el cuerpo del vanidoso.
Dios es consecuencia de la fe del hombre, ¿tendría Dios fe en el hombre con igual delirio?
Cuando escribo uno más uno igual a la hojilla de parra perdida en un pajar o a noches en camellos que atraviesan el ojo de la aguja o a la hambruna de cuidadores de la puerta del reino de Hades o a no perder de vista la sonrisa de una mujer en busca de señales parecidas a lumbres de fósforo dispersas en el horizonte, le derribo bozales al pensamiento convencional, miro con desdén el lenguaje limitado.
Me importa la opinión en el momento de no ser pronunciada por la estupidez.
Si no asumimos la existencia como un poema extenso, difícil y a la vez prodigioso no vale la pena vivir.
La vida es una amante traidora cuando nos entrega al absolutismo de la muerte.
Desde el primer humano sobre la tierra, cada quien es bisabuelo del deseo.
Estar a la altura del error que cometemos.
Cuando me miro al espejo no sé si es mi propia imagen o mi rostro real el que se vuelve irónico.
En las profundidades del cristal me traiciono.
Rostros adustos semejantes a granos de maíz quemado en el cuerpo de la mazorca.
Gestos similares a sombras dentro de la uva pasa…
Nadie más lejos de uno mismo que uno mismo.
Casi siempre avizoro triunfos escabrosos.