Aldemar Giraldo Hoyos
Manizales fue fundada en el año 1849 por unos colonos antioqueños, entre ellos, Fermín López, Manuel María Grisales y Joaquín Antonio Arango; llegué a este terruño hace más de sesenta años y desde ese momento he escuchado esta frase: “El meridiano cultural de Colombia pasa por Manizales”; después de gozar y sufrir sus espacios me di a la tarea de buscar ese meridiano y, verdaderamente, no lo he encontrado, o si existió esa “línea”, ya no quedan vestigios de la misma; debo aclarar que una cosa es una ciudad cultural y otra, un pueblo en donde, esporádicamente se realizan eventos culturales que no identifican a sus pobladores; no somos andaluces o sevillanos y eso lo he podido comprobar, aunque reconozco la riqueza cultural de esa región autónoma del sur de España.
Las ciudades culturales a las cuales me refiero son activas, innovadoras y diversas y sus pobladores y responsables políticos diseñan y operacionalizan políticas complejas que implican, de manera transversal, diferentes sectores del ámbito municipal en sus planes de Desarrollo, como el cultural, cuyas actividades se basan en valores culturales o expresiones artísticas y otras expresiones creativas, individuales o colectivas.
Aquí hago un alto para referirme a la incultura de los conductores y propietarios de vehículos: bicicletas, ciclomotores, motocicletas, motocarros, automóviles, autobuses, camiones, furgones, motorciclos, cuatrimotos, microbuses, volquetas, etc., etc. A pesar del famoso pico y placa, ya es imposible rodar por las calles o caminar por los andenes de mi pueblo; ir al centro de la ciudad o regresar a su periferia es toda una odisea; todo aquel que consiga un trapo rojo o una pechera vistosa se convierte en dueño de las vías, de las zonas de parqueo o en agente de tránsito y, por qué no, en máxima autoridad en zonas centrales y barrios poblados.
Tener una motocicleta se convierte en permiso para violar todas las normas de tránsito: conducir en sentido contrario, transitar por las aceras, obstruir el paso de los demás vehículos, realizar piruetas para impresionar a los conductores y transeúntes, provocar ruidos portentosos. a cualquier hora del día, abusar de la velocidad; un mensajero en moto (abundantes desde la pandemia) es como un rayo veloz con trueno propio y caja atrás. (Madre bendita ¡¡¡)
Capítulo aparte merecen los taxistas (la mayoría)): se detienen donde les da la gana, recogen y dejan pasajeros por doquier, se parquean en las curvas y hay que esperarlos hasta que San Juan agache el dedo; ya sus usuarios deben ir en la dirección que ellos llevan y se “pinchan” en las horas pico; ostentan poder, pues no tienen competencia, ya que UBER es algo extraño en estas montañas.
Ah, algo más, los barrios residenciales y periféricos se convirtieron en parqueaderos públicos; ya llegaron los de “trapo rojo” y montaron oficina frente a restaurantes, tiendas y centros comerciales; los vehículos “descansan” a lado y lado de las calles y avenidas, siendo imposible transitar por allí; no es raro tener que esperar largos períodos de tiempo hasta que los conductores o propietarios hagan sus compras o saluden a sus amigos. Los invito a visitar La Enea para que aprendan a parquear a doble y triple fila; lo curioso es que no pasa nada, excepto los trancones más verracos.
No soy exagerado, nos estamos acercando al caos vehicular; lo que más me preocupa es que los carros de los ricos duermen en la calle y, la mayoría de las veces, obstaculizan el paso de los peatones por las aceras. ¿Dónde están el alcalde de mi ciudad y las autoridades de tránsito? Como decía mi abuela: “El caos siempre derrota al orden porque está mejor organizado”.