Por Juan Sebastián Padilla Suárez
A Jotamario Arbeláez lo murieron y fue el último en enterarse. El chisme estuvo en todos los titulares. Hasta la HJCK se apresuró a desempolvar de sus audios archivados algunos de sus poemas. Pero al instante los incautos que difundieron la noticia salieron a rectificar: Jotamario no está muerto. Incluso varios portales desmintieron la noticia dando el pésame: “no murió, sigue vivo”, como lamentando que el rumor haya sido falso. Hice cuenta de los sobrevivientes nadaístas y rogué que a Eduardo Escobar no le diera por morirse. Menos mal que, salvo la aventura del nadaísmo y la patria de la poesía, nada más los une. A Eduardo y a Jotamario, digo. Jotamario siempre me ha parecido un escritor de ripios y oropeles, un nadaísta chambón que es bien visto en el mierdero de las superficialidades de la cultura colombiana.
Y me acordé de haber leído que Jotamario definió al maestro Fernando González como un “agiotista de Envigado”, y que más tarde, tal vez como acto de contrición, le dedicó unas pocas líneas de elogios y coqueteos calculados. Pero terminó cagándola peor porque lo asoció con Vargas Vila. Por supuesto, nadie es culpable de sus preferencias literarias, y es sano postular a un autor por encima de otro, pero forzar semejanzas excusándose en esas preferencias es un absurdo. No hay manera de conciliar la tempestad filosófica y literaria del maestro Fernando, cuya obra es un hondo bosque de expresiones íntimas, con el exhibicionismo cursi y el ateísmo de zapatería de Vargas Vila. Pero me fui por las ramas.
Entonces rectificaron la noticia y pensé en las magníficas respuestas que Jotamario podría tramar. Me acordé de Un girasol para mi muerte, de Gonzalo Arango: un sábado las emisoras anuncian su muerte; en principio dijeron que lo habían asesinado, pero amigos suyos le dieron la indulgencia del suicidio, aunque otros le desearon un buen viaje al infierno; la cosa es que un vecino lo despierta a punta de gritos, Gonzalo sale a la ventana y se saludan, el vecino le dice que acaba de oír por una emisora que se había suicidado, y Gonzalo le responde: “¿Yo? Estoy durmiendo”. Otra vez por las ramas. Bueno, algo así esperaba de Jotamario. No puede desperdiciar el papayazo, dije, seguro su próxima columna en El Tiempo será una venganza satírica contra el primero que echó a rodar el chisme, y a lo mejor hará gala del ímpetu nadaísta para hacer buena literatura.
Qué va. Me decepcionó. Empezando por esas declaraciones de monseñor recatado: “Estoy un poco consternado por la noticia de mi fallecimiento…”, “Me han enviado muchos mensajes de afecto”, “Imagínate, llamaron de la principal emisora de Colombia para hacerle una entrevista al muerto”. La anhelada columna salió el 11 de enero. Otra pifia. “La muerte canta encantada”, la tituló. Comenzamos mal, dije cuando la vi. Quiso ensayar una aliteración y le salió una cacofonía ridícula. Bajo ese título horrible cometió la imprudencia de colgar su opinión, que básicamente consistió en echarse unos chistes flojos y curtidos y ser empalagosamente grandilocuente, como siempre lo ha sido. No dice nada diferente. Y tanto por decir sobre la muerte, esa metáfora inagotable y pura. Pero el problema no es de Jotamario, es mío. El pendejo no es el que decepciona sino el que deposita esperanzas.